Todo era
de lo más infantil. ¿Por qué demonios se había dejado Edward convencer por
Jacob para que viniera hasta casa? ¿No estábamos ya un poco creciditos para esa
clase de niñerías?
—No es que
sienta ningún tipo de antagonismo hacia él, Bella, es que de este modo resulta
más sencillo para los dos —me dijo Edward en la puerta—. Yo permaneceré cerca y
tú estarás a salvo.
—No es eso
lo que me preocupa.
El sonrió
y un brillo picaro se abrió paso en sus ojos. Me abrazó con fuerza y enterró el
rostro en mi cabello. Sentí cómo su aliento frío se extendía por los mechones
de mi pelo cuando exhaló el aire; la piel del cuello se me puso de gallina.
—Regresaré
pronto —me aseguró.
A
continuación, se echó a reír en voz alta como si le hubiera contado un buen
chiste.
—¿Qué es
tan divertido?
Pero él se
limitó a sonreír y corrió hacia los árboles sin responderme.
Me dirigí
a limpiar la cocina sin dejar de refunfuñar para mis adentros, pero el timbre
de la puerta sonó incluso antes de que hubiera llenado de agua el fregadero.
Resultaba difícil acostumbrarse a lo deprisa que llegaba Jacob sin su coche, y
a que todo el mundo se moviera mucho más rápido que yo...
—¡Entra,
Jake! —grité.
Estaba tan
concentrada apilando los platos en el agua jabonosa Que se me había olvidado
que Jacob solía moverse con el sigilo de un fantasma. Me llevé un buen susto
cuando de pronto oí su voz a mis espaldas.
—¿Es
necesario que dejes la puerta abierta de ese modo? —debido al sobresalto, me
manché con el agua del fregadero—. Oh, lo siento.
—No me
preocupa la gente a la que puede detener una puerta cerrada —le contesté
mientras me secaba la parte delantera de la falda con el trapo de la cocina.
—Apúntate
una —asintió. Me volví para mirarle con un cierto aire crítico.
—¿Es que
te resulta imposible ponerte ropa, Jacob? —inquirí. Una vez más Jacob llevaba
el pecho desnudo y no vestía más que unos viejos vaqueros cortados. En lo más
profundo me preguntaba si no era porque se sentía tan orgulloso de sus nuevos
músculos que no podía soportar cubrirlos. Tenía que admitir que eran
impresionantes, pero nunca pensé que él fuera tan vanidoso—. Quiero decir, ya
sé que no te vas a enfriar, pero aun así...
Se pasó la
mano por el pelo mojado, que le caía sobre los ojos.
—Es más
sencillo —me explicó.
—¿Qué es
más sencillo?
Sonrió con
condescendencia.
—Ya es
bastante molesto acarrear unos pantalones cortos a todas partes, no digamos
entonces toda la ropa. ¿Qué te parece que si soy, una muía de carga?
Fruncí el
ceño.
—¿De qué
estás hablando, Jacob?
Tenía una
expresión de superioridad en la cara, como si yo no viese algo obvio.
—Mis ropas
no aparecen y desaparecen por ensalmo cuando me transformo. Debo llevarlas
conmigo cuando corro. Perdona que evite llevar sobrecarga.
Me cambió
el color de la cara.
—Supongo
que no se me había ocurrido nunca pensar en eso —murmuré.
El se echó
a reír y señaló una tira de cuero negro, fina como un hilo, que llevaba atada
con tres vueltas a la pantorrilla, como una tobillera. No me había dado cuenta
hasta ese instante de que también iba descalzo.
—No tiene
nada que ver con la moda, es que es una guarrería llevar los pantalones en la
boca.
No supe
qué responder a esto y él me dedicó una ancha sonrisa.
—¿Te
molesta que vaya medio desnudo?
—No.
Jacob se
echó a reír otra vez y le di la espalda para concentrarme en los platos. Esperé
que atribuyera mi sonrojo a la vergüenza por mi propia estupidez y no a algo
relacionado con su pregunta.
—Bien, se
supone que debo ponerme a trabajar —suspiró—. No quiero darle ningún motivo
para que me acuse de hacer el vago.
—Jacob,
esto no es cosa tuya...
Alzó una
mano para detenerme.
—Estoy
aquí haciendo un trabajo voluntario. Ahora, dime, ¿dónde se nota más el olor
del intruso?
—En mi
dormitorio, creo.
Entornó
los ojos. La noticia le había gustado tan poco como a Edward.
—Tardaré
un minuto.
Froté
metódicamente el plato que sostenía en las manos. No se oía otro sonido que el
raspar de las cerdas de plástico del cepillo contra la porcelana. Agucé el oído
a ver si escuchaba algo arriba, el crujido de una tabla del piso, el clic de
una puerta. Nada. Me di cuenta de que llevaba fregando el mismo plato más
tiempo del necesario e intenté prestar atención a mi tarea.
—¡Bu!
Jacob
estaba a unos centímetros de mi espalda, pegándome otro susto.
—¡Ya vale,
Jake, para!
—Lo
siento. Dame —Jacob cogió el paño y secó lo que me había mojado de nuevo—. Deja
que te ayude. Tú lavas; yo enjuago y seco.
—Bien —le
di el plato.
—Bueno, el
rastro era fácil de seguir. En realidad, tu habitación apesta.
—Compraré
algún ambientador.
Mi amigo
se echó a reír. Yo lavé y él secó en un agradable silencio durante unos cuantos
minutos.
—¿Puedo
preguntarte algo?
Le di otro
plato.
—Eso
depende de lo que quieras saber.
—No
pretendo ser indiscreto ni nada de eso. Es simple curiosidad —me aseguró Jacob.
—Vale.
Adelante.
Hizo una
pausa de unos segundos.
—¿Qué se
siente al tener un novio vampiro?
Puse los
ojos en blanco.
—Es de lo
más.
—Hablo en
serio. ¿No te molesta la idea ni te pone los pelos de punta?
—Nunca.
Se quedó
absorto mientras cogía el bol de mis manos. Le mire de reojo. Tenía el ceño
fruncido, con el labio inferior sobresaliente.
—¿Algo
más? —inquirí.
Arrugó la
nariz de nuevo.
—Bien...
me preguntaba... tú... ya sabes... ¿Le besas?
Me eché a
reír.
—Claro.
Se
estremeció.
—Ugh.
—A cada
uno lo suyo —susurré.
—¿No te
preocupan los colmillos?
Le di un
manotazo, salpicándole con el agua de los platos.
—¡Cierra
el pico, Jacob! ¡Ya sabes que no tiene colmillos!
—Pues es
algo bastante parecido —murmuró él.
Apreté los
dientes y froté un cuchillo de deshuesar con más fuerza de la necesaria.
—¿Puedo
preguntarte otra cosa? —inquirió con voz queda mientras le pasaba el cuchillo—.
Es curiosidad, nada más.
—Vale
—repuse con brusquedad.
Le dio
vueltas y vueltas al cuchillo bajo el agua del grifo. Cuando habló sólo se oyó
un susurro.
—Hablaste
de unas semanas, pero ¿cuándo exactamente.... —no pudo terminar la pregunta.
—Después
de la graduación —respondí en un murmullo mientras observaba su rostro con
cansancio.
—¡Qué
pronto!
Respiró
hondo y cerró los ojos. La exclamación no había sonado como una pregunta, sino
más bien como un lamento. Tenía rígidos los hombros y se le endurecieron los
músculos de los brazos.
¿Otra vez
iba a explotar por la misma noticia?
—¡Aauu!
—gritó.
Se había
hecho un silencio tan profundo en la habitación que pegue un brinco ante su
exabrupto. Había cerrado el puño con fuerza en torno a la hoja del cuchillo,
que chocó contra la encimera cuando cayó de su mano, y en su palma había un
tajo alargado y fino. La sangre chorreó de sus dedos y goteó en el suelo.
—¡Maldita
sea! ¡Ay! —se quejó.
La cabeza
empezó a darme vueltas y se me revolvió el estómago cuando olí la sangre. Me
sujeté al mueble de la cocina con la mano e inhalé una gran bocanada de aire;
luego, conseguí controlarme para poder auxiliarle.
—¡Oh no,
Jacob! ¡Oh, cielos! Toma, ¡envuélvete la mano con esto —le alargué el paño de
secar mientras intentaba apoderarme de su mano. Se encogió y se alejó de mí.
—No pasa
nada, Bella, no te preocupes.
La
habitación empezó a ponerse un poco borrosa por los bordes. Volví a inspirar
profundamente.
—¡¿Que no
me preocupe?! ¡Pero si te has abierto la palma!
Ignoró el
paño que le tendía, colocó la mano debajo del grifo y dejó que el agua corriera
sobre la herida. El líquido enrojeció volvió a darme vueltas la cabeza.
—Bella —dijo.
Aparté la
mirada de la herida y la alcé hasta su rostro. Tenía el ceño fruncido, pero su
expresión era serena.
—¿Qué?
—Tienes
pinta de irte a desmayar y te vas a hacer sangre en el labio si sigues
mordiéndote con tanta fuerza. Para ya. Relájate. Respira. Estoy bien.
Inhalé
aire a través de la boca y retiré los dientes de mi labio inferior.
—No te
hagas el valiente —puso los ojos en blanco ante mi palabras—. Vamonos. Te
llevaré a urgencias.
Estaba
segura de que iba a ser capaz de conducir. Las paredes parecían más estables
ahora.
—No es
necesario —Jake cerró el grifo, tomó el paño y se lo enrolló flojo alrededor de
la mano.
—Espera
—protesté—. Déjame echarle una ojeada —me aferré a la encimera con más fuerza
para mantenerme derecha si me volvía a marear al ver la herida.
—¿Es que
tienes un título médico del que nunca me has hablado?
—Sólo dame
la oportunidad de que decida si me tiene que dar un ataque para obligarte a ir
al hospital.
Puso cara
de horror, pero en son de burla.
—¡Por
favor, un ataque, no!
—Pues es
lo que va a ocurrir como no me dejes ver esa mano.
Inspiró
profundamente y después exhaló el aire poco a poco.
—Vale.
Desenrolló
el paño y puso su mano sobre la mía cuando extendí los brazos hacia él. Tardé
unos segundos en darme cuenta. Le di la vuelta a la mano para asegurarme, a
pesar de estar convencida de que era la palma lo que se había cortado. La volví
de nuevo hacia arriba, hasta advertir que el único vestigio de la herida era
aquella línea arrugada de un feo color rosa.
—Pero...
estabas sangrando... tanto.
Apartó la
mano y fijó sus ojos sombríos en los míos.
—Me curo
rápido.
—Ya me doy
cuenta —articulé con los labios.
Yo había
visto el corte con toda claridad, y también borbotar la sangre por el
fregadero. Había estado a punto de desmayarme por culpa de su olor a óxido y
sal. En condiciones normales, tendrían que haberle puesto puntos y habría
necesitado muchos días hasta haber cicatrizado; después, habría tardado semanas
en convertirse en la línea rosa brillante que marcaba ahora su piel.
Una media
sonrisa recorrió su boca cuando se golpeó una vez el pecho con el puño.
—Soy un
hombre lobo, ¿recuerdas?
Sus ojos
sostuvieron los míos durante un momento larguísimo.
—De
acuerdo —repuse al fin.
Se rió
ante mi expresión.
—Ya te lo
había dicho. Viste la cicatriz de Paul.
Sacudí la
cabeza para aclarar las ideas.
—Resulta
un poco distinto cuando lo ves de primera mano.
Me
arrodillé y saqué la lejía del armario de debajo del fregadero. Vertí unas
gotitas sobre un trapo viejo del polvo y comencé a limpiar el suelo. El olor
fuerte de la lejía despejó los resabios del mareo que todavía me nublaba la
mente.
—Déjame
que lo limpie yo.
—Toma
esto. Echa el paño en la lavadora, ¿quieres?
Cuando
estuve segura de que el suelo sólo olía a desinfectante, me levanté y limpié
también el lado derecho del fregadero con lejía. Me acerqué entonces al mueble
de la limpieza que estaba al lado de la despensa y vertí un vaso lleno de
detergente en la lavadora antes de encenderla. Jacob me miraba con gesto de
desaprobación.
—¿Tienes
algún trastorno obsesivo-compulsivo? —me preguntó cuando terminé.
—Uf.
Quizá, pero al menos esta vez contaba con una buena excusa.
—Somos un
poco sensibles al olor de la sangre por aquí. Estoy segura de que lo entiendes.
—Ah
—arrugó la nariz otra vez.
—¿Por qué
no voy a facilitárselo al máximo? Lo que hace ya es bastante duro para él.
—Vale,
vale. ¿Por qué no?
Quité el
tapón y el agua sucia comenzó a bajar por el desagüe del fregadero.
—¿Puedo
preguntarte algo, Bella?
Suspiré.
—¿Qué se
siente al tener un hombre lobo como tu mejor amigo? —espetó. La pregunta me
pilló con la guardia baja. Me reí con todas mis ganas—. ¿No te pone el vello de
punta? —presionó antes de que pudiera contestarle.
—No. Si el
licántropo se porta bien —maticé—, es de lo más.
Desplegó
una gran sonrisa, con los dientes brillantes sobre su piel cobriza.
—Gracias,
Bella —añadió, y entonces me cogió la mano y casi me dislocó con otro de esos
abrazos suyos que te hacían crujir los huesos.
Antes de
que tuviera tiempo de reaccionar, dejó caer los brazos y dio un paso atrás.
—Uf —dijo,
arrugando la nariz—. El pelo apesta más que tu habitación.
—Lo siento
—murmuré.
De pronto
comprendí de qué se había reído Edward después de haber mezclado su aliento en
mi pelo.
—Ésa es
una de las muchas desventajas de salir con vampiros —comentó Jacob,
encogiéndose de hombros—. Hace que huelas fatal. Aunque bien pensado, es un mal
menor.
Le miré
fijamente.
—Sólo
huelo mal para ti, Jake.
Mostró su
más amplia sonrisa.
—Mira a tu
alrededor, Bella.
—¿Te vas
ya?
—Está
esperando a que me vaya. Puedo oírle ahí fuera.
—Oh.
—Saldré
por la puerta trasera —comentó; luego, hizo una pausa. Espera un minuto. Oye,
¿podrías venir a La Push esta noche? Tenemos un picnic nocturno junto a las
hogueras. Estará Emily y podrás ver a Kim... Y seguro que Quil también quiere
verte. Le fastidia bastante que te enterases antes que él.
Sonreí
ante eso. Podía imaginarme lo irritado que estaría Quil, pequeño colega humano
de Jacob al haber estado yendo con hombres lobo, andando con ellos de un lado a
otro, sin saber en realidad lo que pasaba. Y entonces suspiré.
—Vale,
Jake, la verdad es que no sé si podrá ser. Mira, las cosas están un poco tensas
ahora...
—Venga ya,
¿tú crees que alguien se va a atrever con nosotros seis, con unos...?
Hubo una
extraña pausa cuando vaciló al final de la pregunta. le pregunté si tenía algún
problema al decir la palabra «licántropo» en voz alta, igual que a menudo me
costaba pronunciar la palabra «vampiro».
Sus
grandes ojos negros estaban llenos de una súplica sin reparos.
—Preguntaré
—le contesté, dudosa.
Hizo un
ruido en el fondo de su garganta.
—¿Acaso
ahora también es tu guardián? Ya sabes, vi esa historia en las noticias de la
semana pasada sobre relaciones con adolescentes, por parte de gente
controladora y abusiva y...
—¡Ya vale!
—le corté y después le cogí del brazo—. ¡Ha llegado la hora de que el hombre
lobo se largue!
Él sonrió
con ganas.
—Adiós,
Bella. Asegúrate de pedir permiso.
Salió
deprisa por la puerta de atrás antes de que pudiera encontrar algo que
arrojarle. Gruñí una sarta de incoherencias a la habitación vacía.
Segundos
después de que se hubiera ido, Edward caminó lentamente dentro de la cocina,
con gotas de lluvia brillando como diamantes en su pelo de color bronce. Tenía
una mirada cautelosa.
—¿Os
habéis peleado? —preguntó.
—¡Edward!
—canté, arrojándome a sus brazos.
—Hola,
tranquila —soltó una risotada y deslizó sus brazos a mi alrededor—. ¿Estás
intentando distraerme? Funciona.
—No, no me
he peleado con Jacob. Al menos no mucho. ¿Por qué?
—Me estaba
preguntando por qué le habrías apuñalado —señaló con la barbilla el cuchillo
sobre la encimera—. No es que tenga nada en contra.
—¡Maldita
sea! Creí que lo había limpiado todo.
Me aparté
de él y corrí a poner el cuchillo en el fregadero antes de empaparlo en lejía.
—No le
apuñalé —le expliqué mientras trabajaba—. Se le olvidó que sostenía un cuchillo
en la mano.
Edward se
rió entre dientes.
—Eso no
tiene ni la mitad de gracia de lo que había imaginado.
—Sé buen
chico.
Cogió un
sobre grande del bolsillo de su chaqueta y lo puso sobre la encimera.
—He
recogido tu correo.
—¿Hay algo
bueno?
—Eso creo.
Entorné
los ojos con recelo al oír aquel tono de voz y fui a investigar. Había doblado
un sobre de tamaño legal por la mitad.
Lo
desplegué, sorprendida por el peso del papel caro y leí el remitente.
—¿Dartmouth?
¿Esto es una broma?
—Estoy
seguro de que te han aceptado. Tiene la misma pinta que el mío.
—Santo
cielo, Edward, pero ¿qué es lo que has hecho?
—Envié tu
formulario, eso es todo.
—Yo no soy
del tipo de gente que buscan en Dartmouth, y tampoco soy lo bastante estúpida
como para creerme eso.
—Pues en
Dartmouth sí parecen pensar que eres su tipo.
Respiré
hondo y conté lentamente hasta diez.
—Es muy
generoso por su parte —dije al final—. Sin embargo, me hayan aceptado o no,
todavía queda esa cuestión menor de la matrícula. No puedo permitírmelo y no
admitiré que pierdas un montón de dinero sólo para que yo aparente ir a
Dartmouth el año próximo. Lo necesitas para comprarte otro deportivo.
—No
necesito otro coche, y tú no tienes que aparentar nada —murmuró—. Un año de
facultad no te va a matar. Quizás incluso te guste. Sólo piénsalo, Bella.
Imagínate qué contentos se van a poner Charlie y Renée...
Su voz
aterciopelada pintó una imagen en mi mente antes de que pudiera bloquearla.
Charlie explotaría de orgullo, sin duda, y nadie en la ciudad de Forks
escaparía a la lluvia radiactiva de su alegría. Y Renée se pondría histérica de
alegría por mi triunfo, aunque luego jurara que no le había sorprendido en absoluto...
Intenté
borrar la imagen de mi mente.
—Sólo me
planteo sobrevivir a mi graduación, Edward, y no me preocupa ni este verano ni
el próximo otoño. Sus brazos me envolvieron de nuevo.
—Nadie te
va a hacer daño. Tienes todo el tiempo del mundo.
Suspiré.
—Mañana
voy a enviar el contenido de mi cuenta corriente a Alaska. Es toda la coartada
que necesito. Es más que comprensible que Charlie no espere una visita como muy
pronto hasta Navidades. Y estoy segura de que encontraré alguna excusa para ese
momento. Ya sabes —bromeé con desgana—, todo este secreto y darles una
decepción es también algo parecido al dolor.
La
expresión de Edward se hizo más grave.
—Es más
fácil de lo que crees. Después de unas cuantas décadas toda la gente que
conoces habrá muerto. Problema resuello —me encogí ante sus palabras—. Lo
siento, he sido demasiado duro.
Miré
fijamente el sobre blanco y grande, sin verlo realmente.
—Pero sin
embargo, sincero.
—Una vez
que hayamos resuelto todo esto, sea lo que sea con lo que estemos tratando, por
favor, ¿considerarías retrasar el momentó?
—No.
—Siempre
tan terca.
—Sí.
La
lavadora golpeteó y luego tartamudeó hasta pararse.
—Maldito
cachivache viejo —murmuré apartándome de él. Moví el único trapo pequeño que
había dentro y que había desequilibrado la máquina vacía y la puse en marcha
otra vez—. Esto me recuerda algo —le comenté—. ¿Podrías preguntarle a Alice qué
hizo con mis cosas cuando limpió mi habitación? No las encuentro por ninguna
parte.
Me miró
con la confusión escrita en las pupilas.
—¿Alice
limpió tu habitación?
—Sí,
claro, supongo que eso fue lo que hizo cuando vino a recoger mi almohada y mi
pijama para tomarme como rehén —le fulminé con la mirada con verdaderas ganas—.
Recogió todo lo que estaba tirado por alrededor, mis camisetas, mis calcetines
y no sé dónde los ha puesto.
Edward
siguió pareciendo perplejo durante un rato y de pronto se puso rígido.
—¿Cuándo
te diste cuenta de las cosas que faltaban?
—Cuando
volví de la falsa fiesta de pijamas, ¿por qué?
—Dud que
Alice cogiera tus ropas ni tu almohada. Las prendas, que se llevaron, ¿eran
cosas que te ponías... tocabas... o dormias con ellas?
—Sí. ¿Qué
pasa, Edward?
Su
expresión se volvió tensa.
—Llevaban
tu olor... ¡Oh!
Nos
miramos a los ojos durante un buen rato.
—Mi
visitante —susurré.
—Estaba
reuniendo rastros... evidencias... ¿para probar que te había encontrado?
—¿Por qué?
—murmuré.
—No lo sé.
Pero, Bella, te juro que lo averiguaré. Lo haré.
—Ya sé que
lo harás —le contesté mientras reclinaba mi cabeza contra su pecho. Mientras estaba
allí recostada, sentí que vibraba su móvil en el bolsillo.
Lo cogió y
miró el número.
—Justo la
persona con la que quería hablar —masculló, y lo abrió—. Carlisle, yo... —se
interrumpió y escuchó, con el rostro tenso durante unos minutos—. Lo comprobaré.
Escucha...
Le explicó
lo de las prendas que me faltaban, pero al oírle contestar, me pareció que
Carlisle no tenía más idea que nosotros.
—Quizá
debería ir... —contestó Edward, y la voz se le fue apagando mientras sus ojos
vagaban cerca de mí—. A lo mejor no. No dejes que Emmett vaya solo, ya sabes
cómo se las gasta. Almenos dile a Alice que mantenga un ojo en el tema. Ya
resolveremos esto más tarde.
Cerró el
móvil con un chasquido.
—¿Dónde
está el periódico? —me preguntó.
—Um, no
estoy segura, ¿por qué?
—Quiero
ver algo. ¿Lo tiró Charlie?
—Quizá...
Edward
desapareció.
Estuvo de
vuelta en medio segundo, con más diamantes en el pelo y un periódico mojado en
las manos. Lo extendió en la mesa, y sus ojos se deslizaron con rapidez entre
los títulos. Se inclinó, interesado por algo que estaba leyendo, con un dedo
marcando los párrafos que le interesaban más.
—Carlisle
lleva razón. Sí..., muy descuidado. ¿Joven o enloquecido? ¿O con deseos de
morir? —murmuró para sí mismo.
Miré por
encima de su hombro.
El titular
del Seattle Times rezaba: «La epidemia de asesinatos continúa. La policía no
tiene nuevas pistas».
Era casi
la misma historia de la que Charlie se había estado quejando hacía unas
semanas: la violencia propia de la gran ciudad había hecho subir la posición de
Seattle en el ranking del crimen nacional. Sin embargo, no era exactamente la
misma historia. Los números se habían incrementado.
—Está
empeorando —murmuré.
Frunció el
ceño.
—Están del
todo descontrolados. Esto no puede ser trabajo de un solo vampiro neonato. ¿Qué
está pasando? Es como si nunca hubieran oído hablar de los Vulturis. Supongo
que podría ser posible. Nadie les ha explicado las reglas... así que... ¿Quién
los está creando?
—¿Los
Vulturis? —inquirí, estremeciéndome.
—Ésta es
la clase de cosas de la que ellos se hacen cargo de forma rutinaria, de
aquellos inmortales que amenazan con exponernos a todos. Sé que hace poco, unos
cuantos años, habrían limpiado un lío como éste en Atlanta, y no había llegado
a ponerse ni la mitad de candente. Intervendrán pronto, muy pronto, a menos que
encontremos alguna manera de calmar la situación. La verdad es que preferiría
que no se dejaran caer ahora por Seattle. Quizá les apetezca venir a echarte
una ojeada si están tan cerca.
Me
estremecí de nuevo.
—¿Qué podemos
hacer?
—Necesitamos
saber más antes de adoptar ninguna decisión. Quizá si lográramos hablar con
esos jovencitos, explicarles las reglas, a lo mejor se podría resolver esto de
forma pacífica —frunció el ceño, como si las perspectivas de que esto se cumpliera
no fueran buenas—. Esperaremos hasta que Alice se forme una idea de lo que
pasa. No conviene dar un paso si no es absolutamente necesario. Después de
todo, no es nuestra responsabilidad. Pero es bueno que tengamos a Jasper
—añadió, casi para sí mismo—. Servirá de gran ayuda si estamos tratando con
neófitos.
—¿Jasper?
¿Por qué?
Edward
sonrió de modo misterioso.
—Jasper es
una especie de experto en vampiros recientes.
—¿Qué
quieres decir con lo de «un experto»?
—Tendrías
que preguntárselo a él. Hay toda una historia detrás.
—Qué
desastre —mascullé entre dientes.
—Eso
parece, ¿a que sí? Nos cae de todo por todos lados —suspiró—. ¿Nunca se te ha
ocurrido pensar que tu vida sería más sencilla si no te hubieras enamorado de
mí?
—Quizá,
aunque sería una existencia vacía, sin valor.
—Para mí
—me corrigió con suavidad—. Y ahora, supongo —continuó con un gesto irónico—
que hay algo que quieres preguntarme.
Le miré
sin comprender.
—¿Ah, sí?
—O quizá
no —sonrió con ganas—. Tenía la sensación de que habías prometido pedirme
permiso para ir a cierta fiesta de lobos esta noche.
—¿Me has
escuchado a escondidas?
Hizo un
mohín.
—Sólo un
poquito, al final.
—Pues
bien, no iba pedírtelo de todos modos. Me imaginaba que ya tenías bastante con
toda esta tensión.
Me puso la
mano bajo la barbilla y me sostuvo el rostro hasta que pudo leer mis ojos.
—¿Quieres
ir?
—No es
nada del otro mundo. No te preocupes.
—No tienes
que pedirme permiso, Bella. No soy tu padre, y doy gracias al cielo por eso,
aunque quizá deberías preguntarle a Charlie.
—Pero ya
sabes que Charlie dirá que sí.
—Tengo más
idea que cualquier otra persona sobre cuál podría ser su respuesta, eso es
cierto.
Me limité
a mirarle fijamente mientras procuraba comprender qué era lo que él quería que
hiciese, al mismo tiempo que intentaba apartar de mi mente el anhelo de ir a La
Push para no verme arrastrada por mis propios deseos. Era estúpido querer salir
con una pandilla de enormes chicos lobo idiotas justo ahora, cuando rondaban
tantas cosas temibles e incomprensibles por ahí. Aunque claro, ésos eran los
motivos por los que deseaba ir. Escapar de las amenazas de muerte, aunque sólo
fuera por unas cuantas horas y ser, por poco rato, la inmadura, la
irresponsable Bella que podía echar unas risas con Jacob. Pero eso no importaba.
—Bella —me
dijo Edward—. Te prometí ser razonable y confiar en tu juicio. Lo decía de
verdad. Si tú te fías de los licántropos, yo no voy a preocuparme por ellos.
—Guau
—respondí, tal y como hice la pasada noche.
—Y Jacob
tiene razón, al menos en esto; una manada de hombres lobo deben ser capaces de
proteger a alguien una noche, aunque- ese alguien seas tú.
—¿Estás
seguro?
—Claro. Lo
único...
Me preparé
para lo que fuera a decir.
—Espero
que no te importe tomar algunas precauciones. Una, que me dejes acercarte a la
frontera. Y otra, llevarte un móvil, de modo que puedas decirme cuándo puedo ir
a recogerte.
—Eso
suena... muy razonable.
—Excelente.
Me sonrió
y no logré atisbar ni rastro de aprehensión en sus ojos parecidos a joyas.
Como era
de esperar, Charlie no vio ningún problema en que asistiera a un picnic
nocturno en La Push. Jacob dio un alarido de manifiesto júbilo cuando le
telefoneé para darle la noticia y tenía tantas ganas que no le importó aceptar
las medidas de seguridad de Edward. Prometió encontrarse con nosotros en la
frontera entre ambos territorios a las seis.
Había
decidido no vender mi moto, tras un breve debate conmigo misma. La devolvería a
La Push, donde pertenecía, y ya que no la iba a necesitar más... Bueno,
entonces, insistiría en que Jacob se la quedase para recompensarle de algún
modo por su trabajo. Podría venderla o dársela a un amigo. No me importaba.
Esa noche
me pareció una ocasión estupenda para devolver la moto al garaje de Jacob.
Teniendo en cuenta el modo tan negativo en que consideraba las cosas en esos
tiempos, veía en cada día una última oportunidad para todo. No tenía tiempo de
dejar nada para mañana, por poco importante que fuera.
Edward
simplemente asintió cuando le expliqué lo que quería, pero creí ver una chispa
de consternación en sus ojos, y comprendí que a él no le hacía más feliz la
idea de verme montada en una moto que a Charlie.
Le seguí
de vuelta a su casa, al garaje donde la había dejado. No fue hasta que aparqué
el coche y salí cuando me di cuenta de que la consternación podía no deberse
por completo a mi seguridad, al menos esta vez.
Al lado de
mi vieja motocicleta, eclipsándola por completo, había otro vehículo. Llamar a
este otro vehículo una moto parecía poco apropiado, ya que difícilmente
podríamos decir que perteneciera a la misma familia. A su lado, de repente, la
mía tenía el aspecto de algo venido a menos.
Era
grande, de líneas elegantes, plateada y aunque estaba inmóvil por completo,
prometía ser un bólido.
—¿Qué es
eso?
—Nada
—murmuró Edward.
—Pues nada
no es exactamente lo que parece.
La
expresión de Edward era indiferente y parecía realmente decidido a hacer caso
omiso del tema.
—Bien, no
sabía si ibas a perdonar a tu amigo o él a ti, y me pregunté si alguna vez
querrías volver a montar en moto. Como parecía ser algo que te hacía disfrutar,
pensé que podría ir contigo... si tú quisieras.
Se encogió
de hombros.
Examiné
aquella hermosa máquina. A su lado, mi moto parecía un triciclo roto. Me asaltó
una repentina sensación de tristza cuando pensé que no era una mala comparación
si nos fijábamos en el aspecto que yo tenía al lado de mi novio.
—No creo
que pueda seguirte el ritmo —murmuré.
Edward
puso la mano debajo de mi mentón y me hizo volver el rostro de modo que pudo
mirarme de frente. Con un dedo, intentó subirme la comisura de un lado de la
boca.
—Seré yo
quien me mantenga al tuyo, Bella.
—No te vas
a divertir nada.
—Claro que
sí, siempre que vayamos juntos.
Me mordí
el labio y lo imaginé por un momento.
—Edward,
si pensaras que voy demasiado rápido o que pierdo el control de la moto o algo
por el estilo, ¿qué harías?
Le vi
vacilar. Evidentemente, pretendía dar con la respuesta adecuada, pero yo sabía
la verdad: él se las arreglaría para hallar alguna forma de salvarme antes de
que me empotrara contra cualquier obstáculo.
Entonces
me sonrió, pareció que lo hacía sin esfuerzo, excepto por el ligero
estrechamiento a la defensiva de sus ojos.
—Esto es
algo que tiene que ver con Jacob. Ahora lo veo.
—Es sólo
que, bueno, yo no le hago ir más lento, al menos no mucho, ya sabes. Puedo
intentarlo, supongo...
Miré la
moto plateada con gesto de duda.
—No te
preocupes por eso —contestó Edward y entonces se rió para quitarle hierro al
asunto—. Vi cómo la admiraba Jasper. Quizá ha llegado la hora de que descubra
una nueva forma de viajar. Después de todo, Alice ya tiene su Porsche.
—Edward,
yo...
Me
interrumpió con un beso rápido.
—Te he
dicho que no te preocupes, pero ¿harías algo por mí?
—Lo que
quieras —le prometí con mucha rapidez.
Me soltó
las mejillas y se inclinó sobre el lado más alejado de la gran moto para
recoger unos objetos ocultos con los que regresó; uno era negro e informe y
otro rojo, fácil de identificar.
—¿Por
favor? —me pidió, lanzando aquella sonrisa torcida que siempre destruía mi
resistencia.
Cogí el
casco rojo, sopesándolo en las manos.
—Voy a
tener un aspecto estúpido.
—Qué va,
vas a estar estupenda. Tan estupenda como para que no te hagas daño —arrojó la
cosa negra, lo que fuera, sobre su brazo y entonces me cogió la cabeza—. Hay
cosas entre mis manos en este momento sin las cuales no puedo vivir. Me
gustaría que las cuidaras.
—Vale, de
acuerdo. ¿Y cuál es la otra cosa? —inquirí con suspicacia.
Se rió y
sacudió una especie de chaquetón enguatado.
—Es una
cazadora de motorista. Tengo entendido que el azote del aire en la carretera es
bastante incómodo, aunque no me hago del todo a la idea.
Me lo
tendió. Con un suspiro profundo, recogí el pelo hacia atrás y me ajusté el
casco en la cabeza. Después, pasé los brazos por las mangas de la cazadora. Me
cerró la cremallera mientras una sonrisa le jugueteaba en las comisuras de los
labios y dio un paso hacia atrás.
Me sentí
gorda.
—Sé
honesto, ¿a que estoy horrible?
Dio otro
paso hacia atrás y frunció los labios.
—¿Tan mal?
—cuchicheé.
—No, no,
Bella. La verdad es que... —parecía buscar la palabra correcta—. Estás... sexy.
—Vale.
—Muy sexy,
en realidad.
—Lo estás
diciendo de un modo que me lo voy a tener que poner más veces —comenté—, pero
no está mal. Llevas razón, queda bien.
Me
envolvió con sus brazos y me apretó contra su pecho.
—Eres
tonta. Supongo que es parte de tu encanto. Aunque, he de admitirlo, este casco
tiene sus desventajas. Y me lo quitó para poder besarme.
Me di
cuenta poco después, mientras Edward me llevaba en coche a La Push. La situación
me resultaba extrañamente familiar a pesar de que dicha escena jamás se había
producido. Tuve que devanarme los sesos antes de poder precisar la fuente del
déjá vu.
—¿Sabes a
qué me recuerda esto? A cuando Renée me llevaba a casa de Charlie para pasar el
verano. Me siento como si tuviere siete años.
Edward se
echó a reír.
Preferí no
decirlo en voz alta, pero la principal diferencia entre las dos situaciones era
que Renée y Charlie estaban en mejores términos.
Al doblar
una curva a medio camino de La Push encontramos a Jacob reclinado contra un
lateral del Volkswagen rojo que se había fabricado con chatarra y piezas
sobrantes. Su expresión, cuidadosamente neutra, se disolvió en una sonrisa
cuando le saludé desde el asiento delantero del copiloto.
Edward
aparcó el Volvo a poco más de veinticinco metros y me dijo:
—Llámame
cuando quieras regresar a casa y vendré.
—No
tardaré mucho —le prometí.
Él sacó la
moto y mi nueva vestimenta del maletero de su coche. Me había impresionado
mucho que cupiera todo, pero claro, las cosas no eran tan difíciles de manejar
cuando eres lo bastante fuerte para hacer juegos malabares con una caravana,
así que no digamos, con una pequeña motocicleta.
Jacob
observaba, sin hacer ningún movimiento de acercamiento. Había perdido la
sonrisa y la expresión de sus ojos oscuros era inescrutable.
Me puse el
casco debajo del brazo y la cazadora sobre el asiento.
—¿Lo
tienes todo? —me preguntó.
—Sin
problemas —le aseguré.
Suspiró y
se inclinó sobre mí. Volví el rostro para recibir un besito de despedida en la
mejilla, pero Edward me cogió por sorpresa y apretando los brazos a mi
alrededor con fuerza me besó con el mismo ardor con que lo había hecho en el
garaje. Enseguida empecé a jadear en busca de aire.
Edward se
rió entre dientes por algo y luego me soltó.
—Adiós —se
despidió—. ¡Cómo me gusta esa cazadora!
Cuando me
volví para irme, creí distinguir un chispazo en sus ojos, algo que se suponía
que no debía haber visto. No podría haber dicho con seguridad qué era
exactamente. Preocupación, quizá. Por un momento pensé que era pánico, pero lo
más seguro es que fueran imaginaciones mías, como, por otro lado, solía ser
habitual.
Sentí sus
ojos clavados en mi espalda mientras yo empujaba la moto hacia la divisoria
invisible del tratado entre vampiros y licántropos hasta llegar a donde me
esperaba Jacob.
—¿Qué es
todo esto? —exigió Jacob, con la voz precavida, inspeccionando la moto con una
expresión enigmática.
—Pensé que
debía devolverla a donde pertenece —le contesté.
Mi
anfitrión lo sopesó durante un segundo; después, una gran sonrisa se extendió
por su rostro. Supe el momento exacto en que entré en territorio licántropo
porque Jacob se apartó de su coche y trotó rápidamente hacia mí, cruzando la
distancia en tres largas zancadas. Me cogió la moto, apoyó en su pie y después
me envolvió en otro abrazo muy estrecho.
Escuché
rugir el motor del Volvo y luché por desprenderme él.
—¡Para ya,
Jake! —respiré de forma entrecortada, casi sin aire.
Él se echó
a reír y me puso de pie. Me volví para despedirme, pero el coche plateado ya
casi había desaparecido en la curva de la carretera.
—Estupendo
—comenté, dejando que mi voz destilara ácido.
Sus
pupilas se dilataron con una expresión de falsa inocencia.
—¿Qué?
—Se ha
portado bastante bien con todo esto, no hacía falta forzar la suerte.
Soltó otra
risotada más aguda que la anterior. Parecía encontrar muy divertido mi
comentario. Intenté verle la gracia mientras él daba la vuelta al Golf para
abrirme la puerta.
—Bella
—repuso finalmente, todavía riendo entre dientes, mientras la cerraba—, no
puedes forzar lo que no tienes.
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