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18 jul 2012

Capítulo 11: La leyenda

—¿Te vas a comer ese perrito caliente? —le preguntó Paul a Jacob, con los ojos fijos en el último bocado de la gran pila de alimentos que habían engullido los lobos.
 
El interpelado se echó hacia atrás, apoyó la espalda en mis rodillas y jugueteó con el perrito ensartado en un gancho de alambre estirado. Las llamas del borde de la hoguera lamían la piel cubierta de ampollas de la salchicha. Lanzó un suspiro y se palmeó el estómago. Yo no sabía cómo aún parecía plano, pues había perdido la cuenta de los perritos calientes devorados a partir del décimo, y eso sin mencionar la bolsa extra grande de patatas ni la botella de dos litros de cerveza sin alcohol.

—Supongo —contestó Jacob perezosamente—; tengo el estómago tan lleno que estoy a punto de vomitar, pero creo que podré tragármelo —suspiró otra vez con tristeza—. Sin embargo, no lo voy a disfrutar. 

A pesar de que Paul había comido tanto como Jacob, le fulminó con la mirada y apretó los puños.

—Tranqui —Jacob rió—. Era broma, Paul. Allá va.

Lanzó el pincho casero a través del círculo de la fogata. Yo esperé que el perrito aterrizara primero en la arena, pero Paul lo cogió con suma destreza por el lado correcto sin dificultad alguna.

Iba a acomplejarme como siguiera saliendo sólo con gente tan hábil y diestra.

—Gracias, tío —repuso Paul, a quien ya se le había pasado su amago de ataque de genio.

El fuego chasqueó y la leña se hundió un poco más sobre la arena. Las chispas saltaron en una repentina explosión de brillante color naranja contra el cielo oscuro. Qué cosa más divertida, no me había dado cuenta de que se había puesto el sol. Me pregunté por primera vez si no se me estaría haciendo demasiado tarde. Habia perdido la noción del tiempo por completo.

Estar en compañía de mis amigos quileute había sido mucho más fácil de lo previsto.

Mi irrupción en la fiesta junto a Jacob empezó a preocuparme mientras llevábamos la moto al garaje. Él admitía que lo del casco había sido una gran idea y, arrepentido, sostenía que se le debía haber ocurrido a él. ¿Me considerarían una traidora los hombres lobo? ¿Se enfadarían con mi amigo por llevarme? ¿Estropearía la fiesta?

Pero cuando Jacob me condujo por el bosque hacia el punto de encuentro en lo alto de una colina, donde el fuego chisporroteaba más brillante que el cielo oscurecido por las nubes, todo sucedió de la forma más alegre y natural.

—¡Hola, chica vampira! —me saludó Embry a voces.

Quil dio un salto para chocar los cinco conmigo y besarme en la mejilla. Emily me apretó la mano con fuerza cuando me sentó al lado de Sam y de ella en el suelo de fría piedra.

Aparte de algunas quejas en broma, la mayoría por parte de Paul, sobre que no me pusiera a favor del viento para no inundar todo con la peste a vampiro, me trataron como quien acude a donde pertenece.

No sólo asistían los chicos. Billy también estaba allí, con la silla de ruedas situada en lo que parecía ser el lugar principal del círculo. A su lado, en un asiento plegable, se hallaba el Viejo Quil, el abuelo de Quil, un anciano de aspecto frágil y cabello blanco. Sue Clearwater, la viuda del amigo de Charlie, Harry, se sentaba en una silla al otro lado; sus dos hijos, Leah y Seth, también se encontraban allí, acomodados en el suelo como todos los demás. Se veía claramente que los tres estaban al tanto del secreto, lo cual me sorprendió. Me dio la impresión de que Sue había ocupado el lugar de su marido en el Consejo por el modo en que le hablaban Billy y el Viejo Quil. ¿Se habrían convertido también sus hijos en miembros de la sociedad más secreta de La Push?

Pensé lo terrible que debía de resultar para Leah sentarse en el círculo junto a Sam y Emily. Su rostro encantador no delataba ningún tipo de emoción, pero no se apartó en ningún momento de las llamas. Al mirar los rasgos perfectos del rostro de Leah, era imposible no compararlos con la cara destrozada de Emily. ¿Qué pensaría Leah de las cicatrices de Emily, ahora que sabía la verdad que se escondía detrás de ellas? ¿Las consideraría alguna especie de justicia?

En el pequeño Seth Clearwater apenas quedaban ya vestigios de la infancia. Me recordaba mucho a un Jacob más joven, con su gran sonrisa de felicidad y su constitución desgarbada y larguirucha. El parecido me hizo sonreír y luego suspirar. ¿Estaba también Seth condenado a sufrir un cambio en su vida tan drástico como el resto de estos chicos? ¿Era éste el motivo por el cual se les había permitido acudir a él y a su familia?

Estaba la manada al completo: Sam con Emily, Paul, Embry, Quil, y Jared con Kim, la chica a la que había imprimado.

Kim me causó una excelente impresión. Era estupenda, algo tímida y poco agraciada. Tenía una cara grande, donde destacaban unos pómulos marcados, pero sus ojos eran demasiado pequeños para equilibrar las facciones. La nariz y la boca eran excesivamente grandes para ser considerados bonitos dentro de los cánones convecionales. Su pelo liso y negro se veía fino y ralo al viento que nunca parecía amainar allí, en lo alto del acantilado.

Ésta fue mi primera impresión, pero no volví a encontrar nada feo en ella después de observar durante varias horas el modo en que Jared la contemplaba.

¡Y cómo la miraba!

Parecía un ciego que viera el sol por primera vez; un coleccionista que acabara de descubrir un nuevo Da Vinci; la madre que ve por primera vez el rostro de su hijo recién nacido.

Sus ojos inquisitivos me hicieron advertir en ella nuevos detalles: su piel reluciente como seda cobriza a la luz del fuego, la doble curva de sus labios, el destello de sus dientes blancos en contraste con la negritud de la noche y la longitud de sus pestañas cuando bajaba la mirada al suelo.

Su tez enrojecía algunas veces cuando se encontraba con la mirada emocionada de Jared e inclinaba los ojos como si se avergonzara, y ella intentaba por todos los medios mantenerlos apartados de él durante el mayor tiempo posible.

Al mirarlos a ambos, sentí que comprendía mejor lo que Jacob me había explicado acerca de la imprimación: «Es difícil resistirse a ese nivel de compromiso y adoración».

Kim se estaba quedando dormida apoyada en el pecho de Jared y rodeada por sus brazos. Supuse que allí iba a encontrarse muy calentita.

—Se me está haciendo tarde —le cuchicheé a Jacob.

—No empieces ya con eso —me replicó él con un hilo de voz, aunque lo cierto es que la mitad de los allí presentes tenía el oído lo bastante agudo como para escucharnos sin problemas—. Ahora viene lo mejor.

—¿Qué va a suceder ahora? ¿Te vas a tragar una vaca entera tú solo?

Jacob se rió entre dientes con su risa baja y ronca.

—No. Ése es el número final. No sólo nos hemos reunido para zamparnos lo de una semana entera. Técnicamente, ésta es una reunión del Consejo. Es la primera a la que asiste Quil y él aún no ha oído las historias. Bueno, sí que las ha oído, pero ésta es la primera vez que lo hace sabiendo que son verdad. Eso hará que preste más atención. También es la primera vez de Kim, Seth y Leah.

—¿Historias?

Jacob saltó a mi lado donde se acomodó en un pequeño borde rocoso. Me pasó el brazo por el hombro y me habló al oído un poco más bajito.

—Las historias que siempre habíamos considerado leyendas —repuso—. La crónica de cómo hemos llegado a ser lo que somos. La primera es la historia de los espíritus guerreros.

El susurro de Jacob fue casi como la introducción. La atmósfera cambió de forma abrupta alrededor de los rescoldos del fuego. Paul y Embry se enderezaron. Jared sacudió a Kim con suavidad y la ayudó a erguirse.

Emily sacó un cuaderno de espiral y un bolígrafo. Adquirió el aspecto atento de un estudiante ante una lección magistral. Sam se giró ligeramente a su lado, para quedar frente al Viejo Quil, que estaba al otro lado. De pronto, me di cuenta de que los ancianos del Consejo no eran tres, sino cuatro.

El rostro de Leah Clearwater era aún una máscara hermosa e inexpresiva, cerró los ojos, y no a causa de la fatiga, sino para concentrarse mejor. Su hermano se inclinó hacia delante para escuchar a sus mayores con interés.

El fuego chasqueó, lanzando otra explosión de chispas brillantes hacia la noche.

Billy se aclaró la garganta y, con voz rica y profunda, comenzó la historia de los espíritus guerreros sin otra presentación que el susurro de su hijo. Las palabras fluyeron con precisión, como si las supiera de memoria, aunque sin perder por eso ni el sentimiento ni un cierto ritmo sutil, como el de una poesía recitada por su propio autor.

—Los quileute han sido pocos desde el principio —comenzó Billy—. No hemos llegado a desaparecer a pesar de lo escaso de nuestro número porque siempre ha corrido magia por nuestras venas. No siempre fue la magia de la transformación, eso acaeció después, sino que al principio, fue la de los espíritus guerreros.

Nunca antes había sido consciente del tono de majestad que había en la voz de Billy Black, aunque en ese momento comprendí que esa autoridad siempre había estado allí.
El bolígrafo de Emily corría por las páginas de papel procurando mantener su ritmo.

—En los primeros tiempos, la tribu se estableció en este fondeadero y adquirió gran destreza en la pesca y en la construcción de canoas. El puerto era muy rico en peces y el grupo, pequeño; por ello, pronto hubo quienes codiciaron nuestra tierra, pues éramos pocos para contenerlos. Tuvimos que embarcarnos en las canoas y huir cuando nos atacó una tribu más grande.

»Kaheleha no fue el primer espíritu guerrero, pero no han llegado hasta nosotros las historias acaecidas con anterioridad. No recordamos quién fue el que descubrió este poder ni cómo se usó antes de esta situación crítica. Kaheleha fue el primer Espíritu Jefé de nuestra historia. Él se sirvió de la magia para defender nuestra tierra en aquel trance.

»Él y todos los guerreros dejaron las canoas; no en carne y hueso, pero sí en espíritu. Las mujeres se ocuparon de los cuerpos y las olas y los hombres volvieron a tierra en espíritu.

»No podían tocar físicamente a la tribu enemiga, pero disponían de otras formas de lucha. La tradición detalla que hicieron soplar fuertes vientos sobre el campamento enemigo; el viento aulló de tal modo que los aterrorizó. Las historias también nos dicen que los animales podían ver a los espíritus guerreros y comunicarse con ellos, de modo que ellos los usaron a su antojo.

»Kaheleha desbarató la invasión con su ejército de espíritus. La tribu invasora traía manadas de enormes perros de pelaje espeso que utilizaban para tirar de sus trineos en el helado norte. Los espíritus guerreros volvieron a los canes contra sus amos y luego atrajeron a una inmensa plaga de murciélagos desde las cuevas de los acantilados. También usaron el aullido del viento para ayudar a los perros a causar confusión entre los hombres. Al final, los perros y los murciélagos vencieron. Los invasores supervivientes se dispersaron y consideraron el fondeadero como un lugar maldito a partir de entonces. Los perros se volvieron salvajes cuando fueron liberados por los espíritus guerreros. Los quileute volvieron a sus cuerpos y con sus mujeres, victoriosos.

»Las otras tribus vecinas, la de los hoh y los makah, sellaron tratados de paz con los quileute, porque no querían tenérselas que ver con nuestra magia. Vivimos en paz con ellos. Cuando un enemigo nos atacaba, los espíritus guerreros lo dispersaban.

»Pasaron muchas generaciones hasta la llegada del último Espíritu Jefe, Taha Aki, conocido por su sabiduría y su talante pacífico. La gente vivía dichosa y feliz bajo su cuidado.

»Pero había un hombre insatisfecho: Utlapa.

Un siseo bajo recorrió el círculo alrededor del fuego. Reaccioné tarde y no logré detectar su procedencia. Billy hizo caso omiso al mismo y continuó con la narración.

—Utlapa era uno de los espíritus guerreros más fuertes del jefe Taha Aki, un gran guerrero, pero también un hombre codicioso. Opinaba que nuestra gente debía usar la magia para extender sus territorios, someter a los hoh y los makah y erigir un imperio.

»Empero, los guerreros compartían los pensamientos cuando eran espíritus, por lo que Taha Aki tuvo conocimiento de la ambición de Utlapa, se encolerizó con él, le desterró y le ordenó no convertirse en espíritu otra vez. Utlapa era fuerte, pero los guerreros del jefe le superaban en número, así que no le quedó otro remedio que irse. El exiliado, furioso, se escondió en el bosque cercano a la espera de una oportunidad para vengarse del jefe.

»El Espíritu Jefe estaba alerta para proteger a su gente incluso en tiempos de paz. Con tal propósito, frecuentaba un recóndito lugar sagrado en las montañas en el que abandonaba su cuerpo para recorrer los bosques y la costa y así cerciorarse de que no había ningún peligro.

»Un día, Utlapa le siguió cuando Taha Aki se marchó a cumplir con su deber. Al principio, sólo planeaba matarle, pero aquello tenía desventajas. Lo más probable sería que los espíritus guerreros le buscaran para acabar con él y le alcanzaran antes de que lograra escapar. Mientras se escondía entre las rocas observando cómo se preparaba el jefe para abandonar su cuerpo, se le ocurrió otro plan.

»Taha Aki abandonó su cuerpo en el lugar sagrado y voló con el viento para cuidar de su pueblo. Utlapa esperó hasta asegurarse de que el espíritu del jefe se había alejado una cierta distancia.

»Taha Aki supo el momento exacto en que Utlapa se le unió en el mundo de los espíritus y también se percató de sus propósitos homicidas. Volvió a toda velocidad hacia el lugar sagrado, pero incluso los vientos fueron incapaces de ir lo bastante rápido para salvarle. A su regreso, su cuerpo se había marchado ya y el de Utlapa yacía abandonado, pero su enemigo no le había dejado ninguna vía de escape, porque había cortado su propia garganta con las manos de Taha Aki.

»El Espíritu Jefe siguió a su cuerpo mientras bajaba la montaña e increpó a Utlapa, pero éste le ignoró como si no fuera más que viento.

»Taha Aki presenció con desesperación cómo Utlapa usurpaba su puesto como jefe de los quileute. Lo único que hizo el traidor durante las primeras semanas fue cerciorarse de que nadie descubría su impostura. Luego, empezaron los cambios, porque el primer edicto de Utlapa consistió en prohibir a todos los guerreros entrar en el mundo de los espíritus. Alegó que había tenido la visión de un peligro, pero lo cierto era que estaba asustado. Sabía que Taha Aki estaría esperando el momento de contar su historia. Utlapa también temía entrar en el mundo de los espíritus, sabiendo que en ese caso, Taha Aki reclamaría su cuerpo rápidamente. Así pues, sus sueños de conquista con un ejército de espíritus guerreros eran imposibles, por lo que se contentó con gobernar la tribu. Se convirtió en un estorbo, siempre a la búsqueda de privilegios que Taha Aki jamás había reclamado, rehusando trabajar codo a codo con los demás guerreros, y tomando otra esposa joven, la segunda, y después una tercera, a pesar de que la primer esposa de Taha Aki aún vivía, algo que nunca se había visto en la tribu. El Espíritu Jefe lo observaba todo con rabia e impotencia.

»Hubo un momento en que incluso Taha Aki quiso matar su propio cuerpo para salvar a la tribu de los excesos de Utlapa. Hizo bajar a un lobo fiero de las montañas, pero el usurpador se escondió detrás de sus guerreros. Cuando el lobo mató a un joven que estaba protegiendo al falso jefe, Taha Aki sintió una pena terrible, y por eso, ordenó al lobo que se marchara.

»Todas las historias nos dicen que no era fácil ser un espíritu guerrero. Liberarse del propio cuerpo resultaba más aterrador que excitante y ése es el motivo por el que reservaban el uso de la magia para los tiempos de necesidad. Los solitarios viajes de vigilia del jefe habían sido siempren una molestia y un sacrificio, ya que estar sin cuerpo desorientaba y era una experiencia horrible e incómoda. Taha Aki llevaba ya tanto tiempo fuera de su cuerpo que llegó a estar al borde de la agonía. Se sentía maldito y creía que, atrapado para siempre en el martirio de esa nada, jamás podría cruzar a la tierra del más allá, donde le esperaban los ancestros.

»El gran lobo siguió al espíritu del jefe a través de los bosques mientras se retorcía y se contorsionaba en su sufrimiento. Era un animal muy grande y bello entre los de su especie. De pronto, el jefe sintió celos del estúpido lobo que, al menos, tenía un cuerpo y una vida. Incluso una existencia como animal sería mejor que esa horrible conciencia de la nada.

»Y entonces, Taha Aki tuvo la idea que nos hizo cambiar a todos. Le rogó al gran lobo que le hiciera sitio en su interior para compartir su cuerpo y éste se lo concedió. Taha Aki entró en el cuerpo de la criatura con alivio y gratitud. No era su cuerpo humano, pero resultaba mejor que la incorporeidad del mundo de los espíritus.

»El hombre y el lobo regresaron al poblado del puerto formando un solo ser. La gente huyó despavorida y reclamó a gritos la presencia de los guerreros, que acudieron a enfrentarse a la bestia con sus lanzas. Utlapa, por supuesto, permaneció escondido y a salvo.

»Taha Aki no atacó a sus guerreros. Retrocedió lentamente ante ellos, hablándoles con los ojos e intentando aullar las canciones de su gente. Los guerreros comenzaron a darse cuenta de que no era un animal corriente y que lo poseía un espíritu. Un viejo luchador, de nombre Yut, decidió desobedecer la orden del falso jefe e intentó comunicarse con el lobo.

»Tan pronto como Yut cruzó al mundo de los espíritus, Taha Aki dejó al lobo, el animal esperó obedientemente su regreso, para hablar con él. Yut comprendió la verdad al instante y dio la bienvenida al verdadero jefe a su casa.
»En este momento, Utlapa apareció para ver si habían derrotado al carnívoro. Cuando descubrió que Yut yacía sin vida en el suelo, rodeado por los guerreros que le protegían, se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Sacó su cuchillo y corrió a matar a Yut antes de que pudiera regresar a su cuerpo.

»—¡Traidor! —exclamó, y los guerreros no supieron qué hacer. El jefe había prohibido los viajes astrales y a él correspondía administrar el castigo a quienes desobedecían.

»Yut saltó dentro de su cuerpo, pero Utlapa tenía ya el cuchillo en su garganta y le había cubierto la boca con una mano. El cuerpo de Taha Aki era fuerte y Yut estaba debilitado por la edad, así que no pudo decir ni una palabra para avisar a los otros antes de que Utlapa lo silenciara para siempre.

»Taha Aki observó cómo el espíritu de Yut se deslizaba hacia las tierras del más allá, que le estaban vedadas por toda la eternidad. Le abrumó una ira superior a cualquier otro sentimiento que había experimentado hasta ese momento. Volvió al cuerpo del gran lobo con la intención de desgarrar la garganta de Utlapa pero, en cuanto se unió a la bestia, acaeció un gran acontecimiento mágico.

»La ira de Taha Aki era la de un hombre, el amor que profesaba por su gente y el odio por su opresor fueron emociones demasiado humanas, demasiado grandes para el cuerpo del animal, así que éste se estremeció y Utlapa se transformó en un hombre ante los ojos de los sorprendidos guerreros.

»El nuevo hombre no tenía el mismo aspecto que el cuerpo de Taha Aki, sino que era mucho más glorioso: la interpretación en carne del espíritu de Taha Aki. Los guerreros le reconocieron al momento, porque ellos habían volado con el espíritu de Taha Aki.

«Utlapa intentó huir, pero el nuevo Taha Aki tenía la fuerza de un lobo, por lo que capturó al suplantador y aplastó el espíritu dentro de él antes de que pudiera salir del cuerpo robado.

»La gente se alegró al comprender lo ocurrido. Taha Aki rápidamente puso todas las cosas en su sitio, trabajando otra vez con su gente y devolviendo de nuevo a las esposas con sus familias. El único cambio que mantuvo fue el fin de los viajes espirituales, sabedor de su peligro ahora que ya existía la idea de robar vidas con ellos. No hubo más espíritus guerreros.

»Desde entonces en adelante, Taha Aki fue más que un lobo o un hombre. Le llamaron Taha Aki, el Gran Lobo, o Taha Aki, el Hombre Espíritu. Lideró la tribu durante muchos, muchos años, porque no envejecía. Cuando amenazaba algún peligro, volvía a adoptar su forma de lobo para luchar o asustar al enemigo, y así la tribu vivió en paz. Taha Aki tuvo una prolífica descendencia y muchos de sus hijos, al llegar la edad de convertirse en hombres, también se convertían en lobos. Todos los lobos eran diferentes entre sí, porque eran espíritus lobo y reflejaban al hombre que llevaban dentro.

—Por eso Sam es negro del todo —murmuró Quil entre dientes, sonriendo—. Corazón negro, pelaje negro.

Yo estaba tan inmersa en la historia que fue un shock regresar a la realidad, al círculo en torno a las llamas agonizantes. Con sorpresa, me di cuenta de que el círculo se componía de los tataranietos de los tataranietos de los tataranietos de Taha Aki. O más aún. A saber cuántas generaciones habrían pasado.

El fuego arrojó una lluvia de chispas al cielo, donde temblaron y bailaron, adquiriendo formas casi indescifrables.

—¿Y qué es lo que refleja tu pelambrera de color chocolate? —respondió Sam a Quil entre susurros—. ¿Lo dulce que eres?

Billy ignoró sus bromas.

—Algunos de sus hijos se convirtieron en los guerreros de Taha Aki y tampoco envejecieron. Otros se negaron a unirse a la manada de hombres lobo porque les disgustaban las transformaciones, y éstos sí envejecían. Con los años, la tribu descubrió que los licántropos podían hacerse ancianos como cualquiera si abandonaban sus espíritus lobo. Taha Aki vivió el mismo periodo de tiempo que tres hombres. Se casó con una tercera mujer después de que murieran otras dos y encontró en ella la verdadera compañera de su espíritu, y aunque también amó a las otras dos, con ésta experimentó un sentimiento más intenso. Así que decidió abandonar a su espíritu lobo para poder morir con ella.

»Y así fue como llegó a nosotros la magia, aunque no es el final de la historia...

Miró al anciano Quil Ateara, que cambió de postura en su silla y estiró sus frágiles hombros. Billy bebió de una botella de agua y se secó la frente. El bolígrafo de Emily no paró y continuó garabateando furiosamente en el papel.

—Esa fue la historia de los espíritus guerreros —comenzó el Viejo Quil con su aguda voz de tenor—. Y ésta es la historia del sacrificio de la tercera esposa.

«Muchos años después de que Taha Aki abandonara su espíritu lobo, cuando había alcanzado la edad provecta, estallaron problemas en el norte con los makah a causa de la desaparición de varias jóvenes de su tribu. Los makah culpaban de ello a los lobos vecinos, a los que temían y de los que desconfiaban. Los hombres lobo podían acceder al pensamiento de los demás mientras estaban en forma lupina, del mismo modo que sus ancestros cuando adquirían su forma de espíritu, por lo que sabían que ninguno de ellos estaba involucrado. Taha Aki intentó tranquilizar al jefe de los makah, pero había demasiado miedo. Él no quería arriesgarse a una lucha, pues ya no era un guerrero en condiciones de llevar a la tribu al combate. Por eso, encomendó a su hijo lobo Taha Wi, el mayor, la tarea de descubrir al verdadero culpable antes de que se desataran las hostilidades.

»Taha Wi emprendió una búsqueda por las montañas con cinco lobos de su manada en pos de cualquier evidencia de las desaparecidas. Hallaron algo totalmente novedoso: un extraño olor dulzón en el bosque que les quemaba la nariz hasta el punto de hacerles daño.

Me encogí un poco al lado de Jacob. Vi cómo una de las comisuras de sus labios se torcía en un gesto de sonrisa y su brazo se tensó a mi alrededor.

—No conocían a ninguna criatura que dejara semejante hedor, pero lo rastrearon igualmente —continuó el Viejo Quil. Su voz temblorosa no tenía la majestad de la de Billy, pero sí un extraño tono afilado, urgente, feroz. Se me aceleró el pulso conforme sus palabras adquirieron velocidad—. Encontraron débiles vestigios de fragancia y sangre humanas a lo largo del rastro. Estaban convencidos de seguir al enemigo adecuado.

»El viaje les llevó tan al norte que Taha Wi envió de vuelta al puerto a la mitad de la manada, a los más jóvenes, para informar a Taha Aki.

»Taha Wi y sus dos hermanos nunca regresaron.

»Los más jóvenes buscaron a sus hermanos mayores, pero sólo hallaron silencio. Taha Aki lloró a sus hijos y deseó vengar su muerte, pero ya era un anciano. Vistió sus ropas de duelo y acudió en busca del jefe de los makah para contarle lo acaecido. El jefe makah creyó en la sinceridad de su dolor y desaparecieron las tensiones entre las dos tribus.

»Un año más tarde, desaparecieron de sus casas dos jóvenes doncellas makah en la misma noche. Los makah llamaron a los lobos quileute rápidamente, que descubrieron el mismo olor dulzón por todo el pueblo. Los lobos salieron de caza de nuevo.

»Sólo uno regresó. Era Yaha Uta, el hijo mayor de la tercera esposa de Taha Aki, y el más joven de la manada. Se trajo con él algo que los quileute jamás habían visto antes, un extraño cadáver pétreo y frío despedazado. Todos los que tenían sangre de Taha Aki, incluso aquellos que nunca se habían transformado en lobos, aspiraron el olor penetrante de la criatura muerta. Este era el enemigo de los makah.

»Yaha Uta contó su aventura: sus hermanos y él encontraron a la criatura con apariencia de un hombre, pero duro como el granito, con las dos chicas makah. Una ya estaba muerta en el suelo, pálida y desangrada. La otra estaba en los brazos de la criatura, que mantenía la boca pegada a su garganta. Quizá aún vivía cuando llegaron a la espantosa escena, pero aquel ser rápidamente le partió el cuello y tiró el cuerpo sin vida al suelo mientras ellos se aproximaban. Tenía los labios blancos cubiertos de sangre y los ojos le brillaban rojos.

»Yaha Uta describió la fuerza y la velocidad de la criatura. Uno de sus hermanos se convirtió muy pronto en otra víctima al subestimar ese vigor. La criatura le destrozó como a un muñeco. Yaha Uta y su otro hermano fueron más cautos y atacaron en equipo, mostrando una mayor astucia al acosar a la criatura desde dos lados distintos. Tuvieron que llegar a los límites extremos de su velocidad y fuerza lobuna, algo que no habían tenido que probar hasta ese momento. Aquel ser era duro como la piedra y frío como el hielo. Se dieron cuenta de que sólo le hacían daño sus dientes, por lo que en el curso de la lucha fueron arrancándole trozos de carne a mordiscos.

»Pero la criatura aprendía rápido y pronto empezó a responder a sus maniobras. Consiguió ponerle las manos encima al hermano de Yaha Uta y éste encontró un punto indefenso en la garanta del ser de hielo, y lo atacó a fondo. Sus dientes le arrancaron la cabeza, pero las manos del enemigo continuaron destripando a su hermano.

»Yaha Uta despedazó a la criatura en trozos irreconocibles y los arrojó a su alrededor en un intento desesperado de salvar a su hermano. Fue demasiado tarde, aunque al final logró destruirla.

»O eso pensó al menos. Yaha Uta llevó los restos que quedaron para que fueran examinados por los ancianos. Una mano cortada estaba al lado de un trozo del brazo granítico de la criatura. Las dos piezas entraron en contacto cuando los ancianos las movieron con palos y la mano se arrastró hacia el brazo, intentando unirse de nuevo.

»Horrorizados, los ancianos incineraron los restos. El aire se contaminó con una gran nube de humo asfixiante y repulsiva. Cuando sólo quedaron cenizas, las dividieron en pequeñas bolsitas y las esparcieron muy lejos y separadas unas de otras, algunas en el océano, otras en el bosque, el resto en las cavernas del acantilado. Taha Aki anudó una bolsita alrededor de su cuello, con la finalidad de poder dar la alarma en caso de que la criatura intentara rehacerse de nuevo.

El Viejo Quil hizo una pausa y miró a Billy, que alzó una cuerda de cuero anudada a su cuello de cuyo extremo pendía una bolsita renegrida por el paso del tiempo. Varios oyentes jadearon. Probablemente yo fui una de ellas.

—Le llamaron el Frío, el bebedor de sangre, y vivieron con el miedo de que no estuviera solo pues la tribu contaba únicamente con un lobo protector, el joven Yaha Uta.

»Enseguida salieron de dudas. La criatura tenía una compañera, otra bebedora de sangre, que vino a las tierras de los quileute clamando venganza.

»Las historias sostienen que la Mujer Fría era la criatura más hermosa que habían visto los ojos humanos. Parecía una diosa del amanecer cuando entró en el pueblo aquella mañana; el sol brilló de pronto e hizo resplandecer su piel blanca y el cabello dorado que flotaba hasta sus rodillas. Tenía una belleza mágica, con los ojos negros y el rostro pálido. Algunos cayeron de rodillas y la adoraron.

»Pidió algo en una voz alta y penetrante, en un idioma que nadie había escuchado antes. La gente se quedó atónita sin saber qué contestarle. No había nadie del linaje de Taha Aki entre los testigos, salvo un niño pequeño. Este se colgó de su madre y gritó que el olor de la aparición le quemaba la nariz. Uno de los ancianos, que iba de camino hacia el Consejo, escuchó al muchacho y se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Ordenó la huida a voz en grito. Ella le mató a él en primer lugar.

»Sólo sobrevivieron dos de los veinte testigos de la llegada de la Mujer Fría, y ello gracias a que la sangre la distrajo e hizo una pausa en la matanza para saciar su sed. Esos dos supervivientes corrieron hacia donde estaba Taha Aki, sentado en el Consejo con los otros ancianos, sus hijos y su tercera esposa.

»Yaha Uta se transformó en lobo en cuanto oyó las noticias y se fue solo para destruir a la bebedora de sangre. Taha Aki, su tercera esposa, sus hijos y los ancianos le siguieron.

»Al principio no encontraron a la criatura, sólo los restos de su ataque: cuerpos rotos, desangrados, tirados en el camino por el que había llegado. Entonces, oyeron los gritos y corrieron hacia el puerto.

»Un puñado de quileutes había corrido hacia las canoas en busca de refugio. Ella nadó hacia ellos como un tiburón y rompió la proa de la embarcación con su fuerza prodigiosa. Cuando la canoa se fue a pique, atrapó a quienes intentaban apartarse a nado y los mató también.

»Se olvidó de los nadadores que se daban a la fuga cuando atisbo al gran lobo en la playa. Nadó tan deprisa que se convirtió en un borrón y llegó, mojada y gloriosa, a enfrentarse con Yaha Uta. Le señaló con un dedo blanco y le preguntó algo incomprensible. Yaha Uta esperó.

»Fue una lucha igualada. Ella no era un guerrero como su compañero, pero Yaha Uta estaba solo y nadie pudo distraerla de la furia que concentró en él.

«Cuando Yaha Uta fue vencido, Taha Aki gritó desafiante. Calló hacia delante y se transformó en un lobo anciano, de hocico blanco. Estaba viejo, pero era Taha Aki, el Hombre Espíritu, y la ira le hizo fuerte. La lucha comenzó de nuevo.

»La tercera esposa de Taha Aki acababa de ver morir a su hijo. Ahora era su marido el que luchaba y ella había perdido la esperanza de que venciera. Había escuchado en el Consejo cada palabra pronunciada por los testigos de la matanza. Había oído la historia de la primera victoria de Yaha Uta y sabía que su difunto hijo triunfó en aquella ocasión gracias a la distracción causada por su hermano.

»La tercera esposa tomó un cuchillo del cinturón de uno de los hijos que estaban a su lado. Todos eran jóvenes, aún no eran hombres, y ella sabía que morirían cuando su padre perdiera.

»Corrió hacia la Mujer Fría con la daga en alto. Ésta sonrió, sin distraerse apenas de la lucha con el viejo lobo. No temía ni a la débil humana ni al cuchillo, que apenas le arañaría la piel. Estaba dispuesta ya a descargar el golpe de gracia sobre Taha Aki.

»Y entonces la tercera esposa hizo algo inesperado. Cayó de rodillas ante la bebedora de sangre y se clavó el cuchillo en el corazón.

»La sangre borbotó entre los dedos de la tercera esposa y salpicó a la Mujer Fría, que no pudo resistir el cebo de la sangre fresca que abandonaba el cuerpo de la mujer agonizante, y de modo instintivo, se volvió hacia ella, totalmente consumida durante un segundo por la sed.

»Los dientes de Taha Aki se cerraron en torno a su cuello.

»Ese no fue el final de la lucha, ya que ahora Taha Aki no estaba solo. Al ver morir a su madre, dos de sus jóvenes hijos sintieron tal ira que brotaron de ellos sus espíritus lobo, aunque todavía no eran hombres. Consiguieron acabar con la criatura, junto con su padre.

»Taha Aki jamás volvió a reunirse con la tribu. Nunca volvió a convertirse en hombre. Permaneció echado todo un día al lado del cuerpo de la tercera esposa, gruñendo cada vez que alguien intentaba acercársele, y después se fue al bosque para no regresar jamás.

»Apenas hubo problemas con los fríos a partir de aquel momento. Los hijos de Taha Aki protegieron a la tribu hasta que sus propios hijos alcanzaron la edad necesaria para ocupar su lugar. Nunca hubo más de tres lobos a la vez, porque ese número era suficiente. Algún bebedor de sangre aparecía por estas tierras de vez en cuando, pero caían víctimas de la sorpresa, ya que no esperaban a los lobos. Alguna vez moría algún protector, pero nunca fueron diezmados como la primera vez, pues habían aprendido a luchar contra los fríos y se transmitieron el conocimiento de unos a otros, de mente a mente, de espíritu a espíritu, de padre a hijo.

»El tiempo pasó y los descendientes de Taha Aki no volvieron a convertirse en lobos cuando alcanzaban la hombría. Los lobos sólo regresaban en momentos esporádicos, cuando un frío aparecía cerca. Los fríos venían de uno en uno o en parejas y la manada continuó siendo pequeña.

«Entonces, apareció un gran aquelarre y nuestros propios tatarabuelos se prepararon para luchar contra ellos. Sin embargo, el líder habló con Ephraim Black como si fuera un hombre y le prometió no hacer daño a los quileute. Sus extraños ojos amarillos eran la prueba de que ellos no eran iguales a los otros bebedores de sangre. Superaban en número a los lobos, así que no había necesidad de que los fríos ofrecieran un tratado cuando podían haber ganado la lucha. Ephraim aceptó. Permanecieron fieles al pacto, aunque su presencia sirvió de atracción para que vinieran otros.

»El aumento del aquelarre forzó a que la manada fuera la mayor que la tribu había visto jamás —continuó el Viejo Quil y durante un momento sus ojos negros, casi enterrados entre las arrugas de la piel que los rodeaban, parecieron pararse en mí—, excepto, claro, en los tiempos de Taha Aki —luego, suspiró—. Y así los hijos de la tribu otra vez cargan con la responsabilidad y comparten el sacrificio que sus padres soportaron antes que ellos.

Se hizo un profundo silencio que se alargó un rato. Los descendientes vivos de la magia y la leyenda se miraron unos a otros a través del fuego con los ojos llenos de tristeza. Todos menos uno.

—Responsabilidad —resopló en voz baja—. A mí me parece guay —el grueso labio inferior de Quil sobresalía un poco.

Al otro lado del fuego, Seth Clearwater, cuyos ojos estaban dilatados por el halago de pertenecer a la hermandad de protectores de la tribu, asintió, plenamente de acuerdo.

Billy rió entre dientes durante unos momentos y la magia pareció desvanecerse entre las brasas resplandecientes. De pronto, sólo había un círculo de amigos y nada más. Jared le tiró una piedrecilla a Quil y todo el mundo se rió cuando éste se sobresaltó. El murmullo de las conversaciones en voz baja se extendió alrededor, lleno de bromas y con naturalidad.

Leah Clearwater mantuvo los ojos cerrados. Me pareció ver brillar en su mejilla algo parecido a una lágrima, pero ya no había nada cuando volví a mirarla un momento después.

Ni Jacob ni yo hablamos. Él permanecía absolutamente inmóvil a mi lado; su respiración era tan profunda y regular que creí que estaba a punto de dormirse.

Mi mente estaba a miles de años de allí. No pensaba en Yaha Uta ni en los otros lobos ni en la hermosa Mujer Fría, ya que podía imaginármela con mucha claridad. No, mi mente buscaba algo totalmente alejado de la magia. Estaba intentando imaginarme el rostro de la mujer sin nombre, la que había salvado a toda la tribu, la tercera esposa.

Se trataba de una simple mortal sin poderes especiales ni ningún otro don. Era más débil que cualquiera de los otros monstruos que poblaban la historia, pero ella había sido la clave, la solución. Había salvado a su marido, a sus hijos, a la tribu.

Me hubiera gustado que recordaran su nombre...

Alguien me sacudió el brazo.

—Eh, vamos, Bella —me dijo Jacob al oído—. Regresa.

Parpadeé y busqué el fuego, que parecía haber desaparecido. Miré hacia la inesperada oscuridad, intentando ver a mi alrededor. Tardé casi un minuto en darme cuenta de que ya no estábamos en los acantilados. Jacob y yo nos hallábamos solos. Todavía estaba reclinada contra su hombro, pero no en el suelo.

¿Cómo había llegado al coche de Jacob?

—Ay, cielos —respiré entrecortadamente cuando me di cuenta de que me había quedado dormida—. ¿Qué hora es? Maldita sea, ¿dónde he guardado ese estúpido móvil?

Palmeé mis bolsillos, frenética, y no había nada en ellos.

—Calma, aún no es medianoche y ya le he llamado yo. Mira, te está esperando.

—¿Medianoche? —repetí de manera estúpida, todavía desorientada. Miré hacia la oscuridad y se me aceleró el pulso cuando entrevi la forma del Volvo, a unos veintitantos metros. Alcé la mano hacia la manilla.

—Toma —dijo Jacob mientras depositaba un objeto pequeño en la palma de mi otra mano. Era el móvil.

—¿Has llamado a Edward en mi lugar?

Mis ojos ya se habían acostumbrado lo suficiente a la oscuridad para ver el repentino relumbrar de la sonrisa de mi amigo.

—Supuse que podría pasar un rato más contigo si jugaba bien mis cartas.

—Gracias, Jake —repuse, emocionada—. Te lo agradezco de verdad, y también por haberme invitado esta noche. Ha sido... —me faltaban palabras—. Guau, ha sido algo realmente especial.

—Y eso que no te has quedado para ver cómo me tragaba una vaca entera —se echó a reír—. Sí, me alegro de que te haya gustado. Ha sido... estupendo para mí. El tenerte aquí, me refiero.

Atisbé un movimiento en la lejanía, donde parecía pasear una especie de espectro cuya blancura se recortaba contra los árboles oscuros.

—Vaya, no es tan paciente, ¿a que no? —comentó Jacob, notando mi distracción—. Vete ya, pero vuelve pronto, ¿vale?

—Seguro, Jake —le prometí, abriendo el coche. El aire frío me recorrió las piernas y me hizo temblar.

—Duerme bien, Bella. No te preocupes por nada. Estaré vigilándote toda la noche. Me paré, con un pie ya en el suelo.

—No, Jake. Descansa un poco. Estaré bien.

—Vale, vale —repuso, pero sonó más paternal que otra cosa.

—Buenas noches, Jake. Gracias.

—Buenas noches, Bella —me susurró, mientras yo me apresuraba a través de la oscuridad.

Edward me recogió en la divisoria.

—Bella —había un considerable alivio en su voz cuando sus brazos me ciñeron apretadamente.

—Hola. Siento llegar tan tarde. Me quedé dormida y...

—Lo se. Jacob me lo explicó —avanzó hacia el coche y yo me tambalee rígidamente a su lado— ¿Estas cansada? Puedo llevarte en brazos.

—Estoy bien.

—Voy a llevarte a casa para acostarte. ¿Te lo has pasado bien?

—Si ha sido sorprendente, Edward. Me habría gustado que huvieras venido. No encuentro palabras para explicarlo. El padre de Jake nos contó las viejas leyendas y fue algo… algo mágico.

—Ya me lo contaras, pero después de que hayas dormido.

—No me acordaré de todo —le contesté; bostecé abriendo mucho la boca.

Edward se rió entre dientes. Me abrió la puerta, me sentó en el asento y me puso el cinturón de seguridad.

Unas brillantes luces se encendieron de súbito y nos barrieron. Saludé hacia las luces delanteras del coche, pro no supe si Jacob había visto mis gestos.



Mi padre causó menos problemas de los esperados gracias a que Jacob también le había telefoneado. Tras desearle buenas noches a Charlie, me apoyé junto a la ventana mientras esperaba a Edward. La noche era sorprendentemente fría, casi invernal. No me había dado cuenta de esto en los acantilados ventosos; supongo que tuvo más que ver con estar sentada al lado de Jacob que con el fuego.

Me salpicaron gotitas heladas en la cara cuando empezó a caer la lluvia.

Estaba demasiado oscuro para distinguir otra cosa que los conos oscuros de los abetos inclinándose y meciéndose al ritmo de los hostigos del viento, pero de todos modos forcé la vista en busca de otras formas en la tormenta. Una silueta pálida, que se movía como un fantasma en la oscuridad... o quizás el contorno borroso de un enorme lobo, pero mis ojos eran demasiado débiles.

Entonces, hubo un repentino movimiento en la noche, justo a mi lado. Edward se deslizó a través de la ventana abierta. Tenía las manos más frías que la lluvia.

—¿Está Jacob ahí fuera? —le pregunté, temblando cuando Edward me acercó al abrigo de sus brazos.

—Sí, en alguna parte. Y Esme va de camino a casa.

Suspiré.

—Hace mucho frío y caen chuzos de punta. Esto es una tontería.

Me estremecí de nuevo y él se rió entre dientes.

—Sólo tú tienes frío, Bella.

Esa noche también hizo frío en mis sueños, quizá porque dormí en los brazos de Edward, pero soñé que estaba a la intemperie, bajo la tormenta, el viento me sacudía el pelo contra la cara hasta cegarme. Permanecía en la costa en forma de media luna de la playa Primera, intentando distinguir las formas que se movían con tal rapidez que apenas podía verlas en la oscuridad y desde la orilla. Al principio, no apreciaba más que los destellos de relámpagos negros y blancos que se lanzaba unos contra otros, como en una danza, hasta que entonces, como si la luna hubiera aparecido súbitamente entre las nubes, pude verlo todo.

Rosalie, con dorada melena empapada y colgando hasta la parte de atrás de sus rodillas, arremetía contra un lobo enorme, de hocico plateado, que instintivamente reconocí como perteneciente a Billy Black.

Eché a correr, pero lo único que conseguí fue ese frustrante movimiento lento y pausado tan propio de los sueños. Intenté gritarles, decirles que se detuvieran, pero el viento me privó de la voz y no logré proferir ningún sonido. Sacudí los brazos en alto, esperando captar su atención. Algo relampagueó a mi lado y me di cuenta por primera vez de que mi mano derecha no estaba vacía.

Llevaba un afilado cuchillo largo, antiguo y de color plateado, con manchas de sangre seca y ennegrecida.

Solté el cuchillo y abrí los ojos de golpe en la tranquila oscuridad de mi dormitorio. Lo primero de lo que me percaté era que no estaba sola y me volví para enterrar el rostro en el pecho de Edward, sabiendo que el dulce olor de su piel sería el mejor remedio contra la pesadilla.

—¿Te he despertado? —murmuró él. Hubo un sonido de papel, el de páginas de un libro abierto y luego un ligero golpe sordo como si algo se hubiera caído al suelo de parqué.

—No —cuchicheé, suspirando contenta cuando sus brazos se apretaron a mi alrededor—. He tenido un mal sueño.

—¿Quieres contármelo?

Sacudí la cabeza.

—Estoy muy cansada. Quizá mañana por la mañana..., si me acuerdo.

Le sentí estremecerse con una risa silenciosa.

—Por la mañana —asintió.

—¿Qué estás leyendo? —pregunté, aún adormilada.

—Cumbres borrascosas —contestó él.

Fruncí el ceño medio en sueños.

—Creía que no te gustaba ese libro.

—Lo has dejado aquí olvidado —susurró él; su dulce voz me acunaba, llevándome de nuevo a la inconsciencia—. Además, cuanto más tiempo paso contigo, mejor comprendo las emociones humanas. Estoy descubriendo que simpatizo con Heathcliff de un modo que antes no creí posible.

—Aja —farfullé.

Dijo algo más, algo en voz baja, pero ya estaba dormida.

La mañana siguiente amaneció de color gris perla y muy tranquila. Edward me preguntó por mi sueño, pero no podía precisarlo con exactitud. Sólo recordaba el frío y mi alegría de tenerle allí cuando me desperté. Me besó durante mucho rato, tanto que se me disparó el pulso, antes de irse a casa para cambiarse de ropa y recoger el coche.

Me vestí con rapidez, aunque no tenía mucho donde elegir. Quienquiera que hubiera saqueado mi cesta de la ropa, había dejado mi vestuario bastante perjudicado. Estaría muy enfadada si el hecho no fuera tan aterrador.

Estaba a punto de bajar a desayunar cuando noté mi baqueteado volumen de Cumbres borrascosas abierto en el suelo, donde Edward lo había dejado caer por la noche manteniéndose abierto por el sitio donde se había quedado leyendo, ya que la encuadernación había cedido.

Lo recogí con curiosidad mientras procuraba recordar sus palabras sobre la simpatía que sentía por Heathcliff por encima de los demás personajes. Se me antojaba imposible; quizá lo había soñado.

Habia tres palabras que captaron mi atención en la página por la que estaba abierto el volumen e incliné la cabeza para leer el párrafo con más atención. Hablaba Heathcliff y conocía bien el pasaje.

Y ahí es donde se puede ver la diferencia entre nuestros sentimientos: si él estuviera en mi lugar y yo en el suyo, aunque le aborreciera con un odio que convirtiera mi vida en hiél, nunca habría levantado la mano contra él. ¡Puedes poner cara de incredulidad si quieres! Yo nunca podría haberle apartado de ella, al menos mientras ella lo hubiera querido así. Mas en el momento en que perdiera su estima, ¡le habría arrancado el corazón y me habría bebido su sangre! Sin embargo, hasta entonces, y si no me crees es que no me conoces, hasta entonces, ¡preferiría morir con certeza antes que tocarle un solo pelo de la cabeza!

Las tres palabras que captaron mi atención fueron «beber su sangre».

Me estremecí.

Sí, seguramente había soñado que Edward había dicho algo positivo sobre Heathcliff. Y lo más probable es que esta página no fuera la que había estado leyendo. El libro podría haber caído abierto por cualquier hoja.

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