Terminamos
yendo una vez más a la playa, donde vagabundeamos sin rumbo fijo. Jacob no
cabía en sí de satisfacción por haber urdido mi fuga.
—¿Crees
que vendrán a buscarte? —preguntó. Parecía esperanzado.
—No
—estaba segura de eso—. Aunque esta noche se van a poner como fieras.
El eligió
una piedra y la lanzó. El canto rebotó sobre la cresta de las olas.
—En ese
caso no regreses —sugirió de nuevo.
—A Charlie
le encantaría —repuse con sarcasmo.
—Apuesto a
que no le importaría.
No
contesté. Lo más probable es que Jacob estuviera en lo cierto y eso me hizo
apretar los dientes con rabia. La manifiesta preferencia de Charlie por mis
amigos quileute era improcedente. Me pregunté si opinaría lo mismo en caso de
saber que la elección era en realidad entre vampiros y hombres lobo.
—Bueno, ¿y
cuál es el último escándalo de la manada? —pregunté con desenfado.
Jacob
resbaló al detenerse en seco y me miró fijamente con asombro hasta hacerme
desviar la vista.
—¿Qué
pasa? Sólo era una broma.
—Ah.
Miró hacia
otro lado. Esperé a que reanudara la caminata, pero parecía ensimismado en sus
pensamientos.
—¿Hay
algún escándalo? —quise saber. Mi amigo rió entre dientes de nuevo.
A veces se
me olvida cómo es el no tener a todo el mundo metido en mi cabeza la mayoría
del tiempo y poder reservar en ella un lugar privado y tranquilo para mí.
Caminamos
en silencio a lo largo de la rocosa playa durante unos minutos hasta que al
final pregunté:
—Bueno,
¿de qué se trata eso que saben cuantos tienes a tu alrededor?
Él vaciló
un segundo, como si no estuviera seguro de cuánto iba a contarme. Luego,
suspiró y dijo:
—Quil está
imprimado, y ya es el tercero, por lo que los demás pempezamos a estar preocupados.
Quizá sea un fenómeno más común de lo que dicen las historias.
Puso cara
de pocos amigos y se volvió hacia mí para observarme. Me miró fijamente a los
ojos, sin hablar, con las cejas fruncidas en gesto de concentración.
—¿Qué
miras? —pregunté, cohibida.
Él
suspiró.
—Nada.
Jacob echó
a andar de nuevo y, como quien no quiere la cosa, alargó el brazo y me tomó de
la mano. Caminamos callados entre las rocas.
Pensé en
la imagen que debíamos de tener al caminar juntos de la mano, la de una pareja,
sin duda, y me pregunté si no tendría que oponerme, pero siempre había sido así
entre nosotros y no existia razón alguna por la que cambiarlo ahora.
—¿Por qué
es un escándalo la imprimación de Quil? —pregunté cuando tuve la impresión de
que no iba a contarme nada más—. ¿Acaso porque es el miembro más joven de la
manada?
—Eso no
tiene nada que ver.
—Entonces,
¿cuál es el problema?
—Es otra
de nuestras leyendas. Me pregunto cuándo dejar de sorprendernos que todas sean
ciertas.
—¿Me lo
vas a contar o he de adivinarlo?
—No lo
acertarías jamás. Verás, como sabes, Quil no se ha incorporado a la manada
hasta hace poco tiempo, por lo que no había pasado por el hogar de Emily.
—¿Quil
también está imprimado de Emily? —pregunté jadeando.
—¡No! Te
digo que no lo vas a adivinar. Emily tenía dos sobrinas que estaban de visita
y... Quil conoció a Claire.
—¿Y Emily
no quiere que su sobrina salga con un licántropo? ¡Menuda hipocresía! —solté.
Pese a
todo, comprendía por qué ella de entre toda su gente era de ese parecer. Volví
a pensar en las enormes cicatrices que le afeaban el rostro y se extendían
brazo derecho abajo. Sam había perdido el control una sola vez mientras estaba
demasiado cerca de ella, pero no hizo falta más. Yo había visto el dolor en los
ojos de Sam cada vez que miraba las heridas inflingidas a Emily. Me resultaba
perfectamente comprensible que ella deseara proteger a su sobrina de ese
peligro.
—¿Quieres
hacer el favor de no intentar adivinarlo? Vas desencaminada. A ella no le
preocupa esa parte, es sólo que, bueno, es un poco pronto.
—¿Qué
quieres decir con «un poco pronto»?
Jacob
entrecerró los ojos y me evaluó con la mirada.
—Procura
no erigirte en juez, ¿vale?
Asentí con
cautela.
—Claire
tiene dos años —me dijo Jacob.
Comenzó a
chispear. Parpadeé con fuerza cuando las gotas de lluvia me golpetearon en el
rostro.
Jacob
aguardó en silencio. No llevaba chaqueta, como de costumbre, y el chaparrón
dejó un reguero de motas oscuras en su camiseta negra y su pelo enmarañado
empezó a gotear. Mantuvo el gesto inexpresivo mientras me miraba.
—Quil está
imprimado... ¿con... una niña... de dos años? repuse cuando al fin fui capaz de
hablar.
—Sucede
—se encogió de hombros. Luego se agachó para tomar otra roca y lanzarla con
fuerza a las aguas de la bahía—. O eso dicen las leyendas.
—Pero es
un bebé —protesté. Me miró con gesto de sombrío regocijo.
—Quil no
va a envejecer más —me recordó con un tono algo mordaz—. Sólo ha de ser
paciente durante unas décadas.
—Yo... No
sé qué decir.
Intenté no
ser crítica con todas mis fuerzas, pero lo cierto es que estaba aterrada. Hasta
ahora, nada de lo relacionado con los licántropos me había molestado desde que
averigüé que no tenían nada que ver con los crímenes que yo les achacaba.
—Estás
haciendo juicios de valor —me acusó—. Lo leo en tu cara.
—Perdón
—repuse entre dientes—, pero me parece absolutamente repulsivo.
—No es
así. Te equivocas de cabo a rabo —de pronto, Jacob salió en defensa de su amigo
con vehemencia—. He visto lo que sientes a través de sus ojos. No hay nada
romántico en todo esto, no para Quil, aún no —respiró hondo, frustrado—. ¡Qué
difícil es describirlo! La verdad es que no se parece al amor a primera vista,
sino que más bien tiene que ver con movimientos gravitatorios. Cuando tú la
ves, ya no es la tierra quien te sostiene, sino ella, que pasa a ser lo único
que importa. Harías y serías cualquier cosa por ella, te convertirías en lo que
ella necesitara, ya sea su protector, su amante, su amigo o su hermano.
»Quil será
el mejor y más tierno de los hermanos mayores que haya tenido un niño. No habrá
criatura en este mundo más protegida que esa niñita. Luego, cuando crezca, ella
necesitará un amigo. El será un camarada más comprensivo, digno de confianza y
responsable que cualquier otro que ella pueda conocer. Después, cuando sea
adulta, serán tan felices como Emily y Sam.
Una
extraña nota de amargura aceró su voz al final, cuando habló de Sam.
—¿Y Claire
no tiene alternativa?
—Por
supuesto, pero, a fin de cuentas, ¿por qué no iba a elegirle a él? Quil va a
ser su compañero perfecto, y es como si lo hubieran creado sólo para ella.
Anduvimos
callados durante un momento hasta que me detuve para arrojar una piedra al
océano, pero me quedé muy corta, faltaron varios metros para que cayera en las
aguas. Jacob se burló de mí.
—No todos
podemos tener una fuerza sobrenatural —mascullé.
Él
suspiró.
—¿Cuándo
crees que te va a suceder a ti? —pregunté bajito.
—Jamás
—replicó de inmediato con voz monocorde.
—No es
algo que esté bajo tu control, ¿verdad?
Se mantuvo
callado durante unos minutos. Sin darnos cuenta, ambos paseamos más despacio,
sin apenas avanzar.
—Y tú
crees que si aún no la has visto es que no existe, ¿verdad? —le pregunté con
escepticismo—. Jacob, apenas has visto mundo, incluso menos que yo.
—Cierto
—repuso en voz baja; observó mi rostro con ojos penetrantes—, pero no voy a ver
a nadie, Bella, salvo a ti, incluso cuando cierro los ojos e intento
concentrarme en otra persona. Pregúntale a Quil o a Embry. Eso les vuelve
locos.
Miré
rápidamente a las rocas.
Ya no
deambulábamos por la playa. No se oía nada más que el batir de las olas en la
orilla, cuyo rugido ahogaba incluso el soniquete de la lluvia.
—Quizá
convenga que vuelva a casa —susurré.
—¡No!
—protestó, sorprendido por aquel final.
Alcé los
ojos para mirarle. Los suyos estaban llenos de ansiedad. Tienes todo el día
libre, ¿no? El chupasangres aún no va a volver a casa.
Le fulminé
con la mirada.
—No
pretendía ofender —se apresuró a añadir.
—Sí, tengo
todo el día, pero Jake...
Me tomó
una mano y se disculpó:
—Disculpa.
No volveré a comportarme así. Seré sólo Jacob.
Suspiré.
—Pero si
es eso lo que piensas...
—No te
preocupes por mí —insistió mientras sonreía con una alegría excesiva y
premeditada—. Sé lo que me traigo entre manos. Sólo dime si te ofendo...
—No sé...
—Venga,
Bella. Regresemos a casa y cojamos las motos. Tienes que montar con regularidad
para mantenerte a tono.
—En
realidad, me parece que me lo han prohibido...
—¿Quién?
¿Charlie o el chupa... él?
—Los dos.
Jacob
esbozó una enorme sonrisa, mi sonrisa, y de pronto apareció el Jacob que tanto
echaba en falta, risueño y afectuoso.
No pude
evitar devolverle la sonrisa.
La
llovizna aminoró hasta convertirse en niebla.
—No se lo
voy a decir a nadie —me prometió.
—Excepto a
todos y cada uno de tus amigos.
Negó
solemnemente con la cabeza y alzó la mano derecha.
—Prometo
no pensar en ello.
Me eché a
reír.
—Diremos
que me he tropezado si me hago daño, ¿vale?
—Como tú
digas.
Condujimos
las motos a los caminos de la parte posterior de La Push hasta que la lluvia
los hizo impracticables y Jacob insistió en que iba a cambiar de fase como no
comiera algo pronto. Billy me recibió con absoluta normalidad cuando llegamos a
la casa, como si mi repentina aparición no implicara nada más que mi deseo de
pasar el día con un amigo. Nos fuimos al garaje después de comer los bocadillos
que preparó Jacob y le ayudé a limpiar las motos. No había estado allí en
meses, desde el regreso de Edward, pero no parecía importar. Sólo era otra
tarde en la cochera.
—Me
encanta —comenté mientras él sacaba un par de refrescos calientes de la bolsa
de comestibles—. Echaba de menos este sitio.
Él sonrió
al tiempo que miraba las junturas de las planchas de plástico del tejado.
—Sí, te
entiendo perfectamente. Tiene toda la magnificencia del Taj Mahal sin los inconvenientes
ni los gastos de viajar a la India.
—Por el
pequeño Taj Mahal de Washington —brindé, sosteniendo en alto mi lata.
Él
entrechocó la suya con la mía.
—¿Recuerdas
el pasado San Valentín? Creo que fue la última vez que estuviste aquí, la
última vez, cuando las cosas aún eran... normales.
Me
carcajeé.
Por
supuesto que me acuerdo. Cambié toda una vida de servidumbre por una caja de
dulces de San Valentín. No es algo que pudiera olvidar fácilmente. Sus risas se
unieron a las mías.
—Eso está
bien. Um. Servidumbre. Tendré que pensar en algo bueno —luego, suspiró—. Parece
que han pasado años. Otra era. Una más feliz.
No pude
mostrarme de acuerdo, ya que ahora vivía un momento muy dulce, pero me
sorprendía comprender cuántas cosas echaba de menos de mis días de oscuridad.
Miré fijamente el bosque oscuro a través de la abertura. Llovía de nuevo, pero
sentada junto a Jacob en el garaje se estaba bien. Me acarició la mano con los
dedos y dijo:
—Las cosas
han cambiado de verdad.
—Sí
—admití; entonces, alargué la mano y palmeé la rueda trasera de mi moto—. Antes
Charlie y yo nos llevábamos mejor —me mordí el labio—. Espero que Billy no le
diga nada de lo de hoy...
—No lo
hará. No se pone de los nervios, como le ocurre a Charlie. Eh, no me he
disculpado oficialmente por haberme chivado y haberle dicho a tu padre lo de la
moto. Desearía no haberlo hecho.
Puse los
ojos en blanco.
—También
yo.
—Lo siento
mucho, de veras.
Me miró
expectante. La maraña de pelo negro húmedo se pegaba a su rostro suplicante y
lo cubría por todas partes.
—Bueno,
vale, te perdono.
—¡Gracias,
Bella!
Nos
sonreímos el uno al otro durante un instante, y luego su expresión volvió a
ensombrecerse.
—¿Sabes?,
ese día, cuando te llevé la moto, quería preguntarle algo —dijo hablando muy
despacio—, pero al mismo tiempo, tampoco me apetecía hacerlo.
Permanecí
inmóvil, una medida preventiva, un hábito adquirído de Edward.
—¿Mostrabas
esa resolución porque estabas enfadada conmigo o ibas totalmente en serio?
—preguntó con un hilo de voz.
Aunque
estaba segura de saber a qué se refería, le contesté, igualmente en susurros.
—¿Sobre
qué?
Él me miró
con fijeza.
—Ya sabes.
Cuando dijiste que no era de mi incumbencia si él te mordía —se encogió de
forma visible al pronunciar el final de la frase.
—Jake...
Se me hizo
un nudo en la garganta y fui incapaz de terminar siquiera. Él cerró los ojos y
respiró hondo.
—¿Hablabas
en serio?
Tembló
levemente. Permaneció con los párpados cerrados.
—Sí
—susurré.
Jacob
espiró muy despacio.
—Supongo
que ya lo sabía.
Le miré a
la cara, a la espera de que abriera los ojos.
—¿Eres
consciente de lo que eso va a significar? —inquirió de pronto—. Lo comprendes,
¿verdad? ¿Sabes qué va a ocurrir si rompen el tratado?
—Nos
iremos antes —repuse con voz queda.
Vi en lo
más hondo de sus ojos la ira y el dolor cuando abrió los párpados.
—No hay un
límite geográfico para el tratado, Bella. Nuestros tatarabuelos sólo acordaron
mantener la paz porque los Cullen juraron que eran diferentes, que no ponían en
peligro a los humanos. El tratado no tiene sentido y ellos son igual al resto
de los vapiros si vuelven a sus costumbres. Una vez establecido esto, y cuando
volvamos a encontrarlos...
—Pero ¿no
habéis roto ya el tratado? —pregunté, agarrándome a un clavo ardiendo—. ¿No
formaba parte del acuerdo que no le diríais a la gente lo de los vampiros? Tú
me lo revelaste. ¿No es eso quebrantar el tratado?
A Jacob no
le gustó que se lo recordase. El dolor de sus ojos se recrudeció hasta
convertirse en animosidad.
Sí, no
respeté el tratado cuando no creía en él, y estoy seguro de que los has puesto
al tanto, pero eso no les concede una ventaja ni nada parecido. Un error no
justifica otro. Si no les gusta mi conducta, sólo les queda una opción, la
misma que tendremos nosotros cuando ellos rompan el acuerdo: atacar, comenzar
la guerra.
Lo
presentaba de un modo tal que el enfrentamiento parecía inevitable. Me
estremecí.
—No tiene
por qué terminar así, Jake.
—Va a ser
así.
Rechinó
los dientes.
El
silencio subsiguiente a esa afirmación fue ostensible.
—¿No me
perdonarás nunca, Jacob? —susurré. Deseé haberle mordido la lengua en cuanto
solté la frase. No quería oír la repuesta.
—Tú
dejarás de ser Bella —me contestó—. Mi amiga no va a estar. No habrá nadie a
quien perdonar.
—Eso
parece un «no» —susurré.
Nos
encaramos el uno con el otro durante un momento interminable.
—Entonces,
¿es esto una despedida, Jake?
Él
parpadeó a toda velocidad y la sorpresa consumió la fiereza de su expresión.
—¿Por qué?
Aún nos quedan unos pocos años. ¿No podemos ser amigos hasta que se acabe el tiempo?
—¿Años?
No, Jake, nada de años —sacudí la cabeza y solté una carcajada forzada—. Sería
más apropiado hablar de semanas.
No previ
su reacción.
Se puso en
pie de repente y resonó un fuerte reventón cuando la lata del refresco estalló
en su mano. El líquido salió volando por todas partes, poniéndome perdida, como
si me hubieran rociado con una manguera.
—¡Jake!
—empecé a quejarme, pero guardé silencio en cuanto me di cuenta de que todo su
cuerpo se estremecía de ira.
Me lanzó
una mirada enloquecida al tiempo que resonaba un gruñido en su pecho. Me quedé
allí petrificada, demasiado atónita para ser capaz de moverme.
Todo su
cuerpo se convulsionaba más y más deprisa hasta que dio la impresión de que
vibraba. El contorno de su figura se desdibujó...
...y entonces,
Jacob apretó los dientes y cesó el gruñido. Cerró los ojos con fuerza para
concentrarse y el temblor aminoró hasta que sólo le temblaron las manos.
—Semanas
—repitió él con voz apagada.
Era
incapaz de responderle. Continuaba inmóvil.
Abrió los
ojos, en los que se leía más que rabia.
—¡Te va a
convertir en una mugrienta chupasangres en cuestión de unas pocas semanas!
—habló entre dientes.
Estaba
demasiado aturdida para sentirme ofendida por sus palabras, de modo que me
limité a asentir en silencio. Su tez adquirió un tinte verdoso por debajo de su
habitual tono rojizo.
Por
supuesto que sí, Jake —susurré después de un largo minuto de silencio—. El
tiene diecisiete y cada día me acerco más a los diecinueve. Además, ¿qué
sentido tiene esperar? El es todo cuanto amo. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Yo lo
había planteado como una cuestión puramente retórica.
—
Cualquier cosa, cualquier otra cosa —sus palabras chasquearon como las colas de
un látigo—. Sería mejor que murieras. Yo lo preferiría.
Retrocedí
como si me hubiera abofeteado. De hecho, dolía más que si así hubiera sido.
Entonces, cuando la aflicción me traspasó de parte a parte, estalló en llamas
mi propio genio.
—Quizá
tengas suerte —repliqué sombría mientras me alejabaI dando tumbos—. Quizá me
atropelle un camión de vuelta a casa.
Agarré la
moto y la empujé al exterior, bajo la lluvia. Jacob no se movió cuando pasé a
su lado. Me subí al ciclomotor en cuanto llegué al sendero enlodado y lo
encendí de una patada. La rueda trasera lanzó un surtidor de barro hacia el
garaje. Deseé que le diera.
Me calé
hasta los huesos mientras conducía a toda prisa sobre la resbaladiza carretera
hacia la casa de los Cullen. Sentía como si el viento congelara las gotas de
lluvia sobre mi piel y antes de que hubiera recorrido la mitad del camino
estaba castañeteando los dientes.
Las motos
eran poco prácticas para Washington. Iba a vender aquel trasto a la primera
oportunidad.
Empujé el
ciclomotor al interior del enorme garaje de los Cullen, donde no me sorprendió
encontrar a Alice esperándome encaramada al capó de su Porsche. Alice acarició
la reluciente pintura amarilla.
—Aún no he
tenido ocasión de conducirlo.
Suspiró.
—Perdona
—conseguí soltar entre el castafieo de dientes.
—Me parece
que te vendría bien una ducha caliente —dijo de forma brusca mientras se
incorporaba de un pequeño salto.
—Sí.
Ella
frunció la boca y estudió mi rostro con cuidado.
—¿Quieres
hablar de ello?
—No.
Ella
cabeceó en señal de asentimiento, pero sus ojos relucían de curiosidad.
—¿Te
apetece ir a Olympia esta noche?
—La verdad
es que no. ¿Puedo marcharme a casa? —reaccionó con una mueca—. No importa,
Alice. Me quedaré si eso va a facilitarte las cosas.
—Gracias.
Ese día me
acosté temprano y volví a acurrucarme en el sofá de Edward.
Aún era de
noche cuando me desperté. Estaba grogui, pero sabía que todavía no había
amanecido. Cerré los ojos y me estiré, rodando de lado. Necesité unos momentos
antes de comprender que habría debido caerme de bruces con aquel movimiento, y
que, por el contrario, estaba mucho más cómoda.
Retrocedí
en un intento de ver a mi alrededor. La oscuridad era mayor que la del día
anterior. Las nubes eran demasiado espesa para que la luna las traspasara.
—Lo siento
—murmuró él tan bajito que su voz parecía formar parte de las sombras—. No
pretendía despertarte.
Me tensé a
la espera de un estallido de furia por su parte y por la mía, pero no hubo más
que la paz y la quietud de la oscuridad de su habitación. Casi podía deleitarme
con la dulzura del reencuentro en el aire, una fragancia diferente a la del
aroma de su aliento. El vacío de nuestra separación dejaba su propio regusto
amargo, algo de lo que no me percataba hasta que se había alejado.
Np
saltaron chispas en el espacio que nos separaba. La quietud era pacífica, no
como la calma previa a la tempestad, sino como una noche clara a la que no le
había alcanzado el menor atisbo la tormenta.
Me daba
igual que debiera estar enfadada con él. No me preocuba que tuviera que estar
enojada con todos. Extendí los brazos hacia delante, hallé sus manos en la
penumbra y me acerqué a Edward, cuyos brazos me rodearon y me acunaron contra
su pecho. Mis labios buscaron a tientas los suyos por la garganta y el mentón
hasta alcanzar al fin su objetivo.
Me besó
con dulzura durante unos segundos y luego rió entre.
—Venía
preparado para soportar una ira que empequeñecería a la de los osos pardos, y
¿con qué me encuentro? Debería haber hacerte rabiar más a menudo.
—Dame un
minuto a que me prepare —bromeé mientras le besaba de nuevo.
—Esperaré
todo lo que quieras —susurraron sus labios mientras, rozaban los míos y hundía
sus dedos en mi cabello. Mi respiración se fue haciendo cada vez más irregular.
— Quizá
por la mañana.
—Lo que tú
digas.
—Bienvenido
a casa —le dije mientras sus fríos labios me besaban debajo de la mandíbula—.
Me alegra que hayas vuelto.
—Eso es
estupendo.
—Um
—coincidí mientras apretaba los brazos alrededor de su cuello.
Su mano
descubrió una curva alrededor de mi codo y descendió despacio por mi brazo y
las costillas para luego recorrer mi cintura y avanzar por mi pierna hasta la
rodilla, donde se detuvo, y enroscó la mano en torno a mi pantorrilla.
Contuve el
aliento. Edward jamás se permitía llegar tan lejos. A pesar de la gelidez de
sus manos, me sentí repentinamente acálorada. Su boca se acercó al hueco de la
base de mi cuello.
—No es por
atraer tu cólera antes de tiempo —murmuró—-, pero ¿te importaría decirme qué
tiene de malo esta cama para que la rechaces?
Antes de
que pudiera responder, antes incluso de que fuera capaz, de concentrarme lo
suficiente para encontrarle sentido a sus palabras, Edward rodó hacia un lado y
me puso encima de él. Sostuvo mi rostro con las manos y lo orientó hacia arriba
de modo que mi cuello quedara al alcance de su boca. Mi respiración aumentó de
volumen de un modo casi embarazoso, pero no me preocupaba avergonzarme,
—¿Qué le
pasa a la cama? —volvió a preguntar—. Me parece estupenda.
—Es
innecesaria —me las arreglé para contestar.
Mis labios
perfilaron el contorno de su boca antes de que retirase mi rostro del suyo y
rodara sobre sí mismo, esta vez más despacio, para luego cernirse sobre mí, y
lo hizo con cuidado para evitar que yo no tuviera que soportar ni un gramo de
su peso, pero podía sentir la presión de su frío cuerpo marmóreo contra el mío.
El corazón me latía con tal fuerza que apenas oí su amortiguada risa.
—Eso es
una cuestión discutible —discrepó—. Sería difícil hacer esto encima de un sofá.
Recorrió
el reborde de mis labios con su lengua, fría como el hielo.
La cabeza
me daba vueltas y mi respiración se volvía entrecortada y poco profunda.
—¿Has
cambiado de idea? —pregunté jadeando.
Tal vez
había reconsiderado todas sus medidas de precaución. Quizás aquella cama tenía
más significados de los que yo había previsto. El corazón me dolía con cada
palpitación mientras aguardaba su réplica.
Edward
suspiró al tiempo que giraba sobre un lado; los dos nos quedamos descansando
sobre nuestros costados.
—No seas
ridicula, Bella —repuso con fuerte tono de desaprobación. Era obvio que había
comprendido a qué me refería—. Sólo intentaba ilustrarte acerca de los
beneficios de una cama que tan poco parece gustarte. No te dejes llevar.
—Demasiado
tarde —murmuré—, y me encanta la cama —agregué.
—Bien
—distinguí una nota de alegría mientras me besaba la frente—. También a mí.
—Pero me
parece innecesaria —proseguí—. ¿Qué sentido tiene si no vamos a llegar hasta el
final?
Suspiró de
nuevo.
—Por
enésima vez, Bella, es demasiado arriesgado.
—Me gusta
el peligro —insistí.
—Lo sé.
Habia un
punto de hosquedad en su voz y comprendí que debía de haber visto la moto en el
garaje.
—Yo diré
qué es peligroso —me apresuré a decir antes de que pudiera abordar otro tema de
discusión—; un día de estos voy a sufrir una combustión espontánea y la culpa
vas a tenerla sólo tú.
Comenzó a
empujarme hasta que me alejó.
—¿Qué
haces? —protesté mientras me aferraba a él.
—Protegerte
de la combustión espontánea. Si no puedes soportarlo...
—Sabré
manejarlo —insistí. Permitió que me arrastrara hasta el círculo de sus brazos.
—Lamento
haberte dado la impresión equivocada —dijo No pretendo hacerte desdichada. Eso
no está bien.
—En
realidad, esto está fenomenal.
Respiró
hondo.
—¿No estás
cansada? Debería dejarte para que duermas.
—No, no lo
estoy. No me importa que me vuelvas a dar la impresión equivocada.
—Puede que
sea una mala idea. No eres la única que puede dejarse llevar.
—Sí lo soy
—me quejé.
Edward rió
entre dientes.
—No tienes
ni idea, Bella. Tampoco ayuda mucho que estés tan ávida de socavar mi
autocontrol.
—No voy a
pedirte perdón por eso.
—¿Puedo disculparme
yo?
—¿Por qué?
—Estabas
enfadada conmigo, ¿no te acuerdas?
—Ah, eso.
—Lo
siento. Me equivoqué. Resulta más fácil tener una perspectiva adecuada cuando
te tengo a salvo aquí —aumentó la presión de sus brazos sobre mi cuerpo—. Me
salgo un poco de mis casillas cuando te dejo. No creo que vuelva a irme tan
lejos. No merece la pena.
Sonreí.
—¿No
localizaste a ningún puma?
—De hecho,
sí, pero aun así, la ansiedad no compensa. Lamento que Alice te haya retenido
como rehén. Fue una mala idea.
—Sí
—coincidí.
—No lo
volveré a hacer.
—De
acuerdo —acepté su disculpa sin problemas, pues ya le había perdonado—, pero
las fiestas de pijamas tienen sus ventajas… —me aovillé más cerca de él y besé
la hendidura de su clavicula—. Tú puedes raptarme siempre que quieras.
—Um
—suspiró—. Quizá te tome la palabra.
—Entonces,
¿ahora me toca a mí?
—¿A tí?
—inquirió, confuso.
—Mi turno
para disculparme.
—¿Por qué
tienes que excusarte?
—¿No estás
enfadado conmigo? —pregunté sin comprender.
—No.
Parecia
que lo decía en serio.
Fruncí las
cejas.
—¿No has
hablado con Alice al venir a casa?
—Sí, ¿por
qué...?
—¿Vas a
quitarle el Porsche?
—Claro que
no. Era un regalo.
Me habría
gustado verle las facciones. A juzgar por el sonido de su voz, parecía que le
había insultado.
—¿No
quieres saber qué hice? —le pregunté mientras empezaba a quedarme desconcertada
por su aparente falta de preocupación.
Noté su
encogimiento de hombros.
—Siempre
me interesa todo cuanto haces, pero no tienes por que contármelo a menos que lo
desees.
—Pero fui
a La Push.
—Estoy al
tanto.
—Y me
escaqueé del instituto.
—También
lo sé.
Miré hacia
el lugar de procedencia de su voz mientras recorría sus rasgos con las yemas de
los dedos en un intento de comprender su estado de ánimo.
—¿De dónde
sale tanta tolerancia? —inquirí.
Edward
suspiró.
—He
decidido que tienes razón. Antes, mi problema tenía más que ver con mi...
prejuicio contra los licántropos que con cualquier otra cosa. Voy a intentar
ser más razonable y confiar en tu sensatez. Si tú dices que es seguro, entonces
te creeré.
—¡Vaya!
—Y lo más
importante..., no estoy dispuesto a que esto sea un obstáculo entre nosotros.
Apoyé la
cabeza en su pecho y cerré los ojos, plenamente satisfecha.
—Bueno
—murmuró como quien no quería la cosa—, ¿tenías planes para volver pronto a La
Push?
No le
contesté. La pregunta trajo a mi recuerdo las palabras Jacob y sentí una
tirantez en la garganta. El malinterpretó mi silencio y la rigidez de mi
cuerpo.
—Es sólo
para que yo pueda hacer mis propios planes —se apresuró a añadir—. No quiero
que te sientas obligada a anticipar tu regreso porque estoy aquí sentado,
esperándote.
—No
—contesté con una voz que me resultó extraña—, no tengo previsto volver.
—Ah. Por
mí no lo hagas.
—Me da la
sensación de que he dejado de ser bienvenida allí —susurré.
—¿Has
atropellado a algún gato? —preguntó medio en broma. Sabía que no quería
sonsacarme, pero noté una gran curiosidad en sus palabras.
—No —tomé
aliento y murmuré atropelladamente la explicación—: Pensé que Jacob había
comprendido... No creí que le sorprendiera —Edward aguardó callado mientras yo
vacilaba—. El no esperaba que sucediera... tan pronto.
—Ah, ya
—repuso Edward en voz baja.
—Dijo que
prefería verme muerta —se me quebró la voz al decir la última palabra.
Edward se
mantuvo inmóvil durante unos instantes hasta consolar su reacción; fuera cual
fuera, no quería que yo la viera.
Luego, me
apretó suavemente contra su pecho.
—Cuánto lo
siento.
—Pensé que
te alegrarías —murmuré.
—¿Alegrarme
de que alguien te haya herido? —susurró con los labios cerca de mi pelo—. No
creo que eso vaya a alegrarme nunca, Bella.
Suspiré y
me relajé al tiempo que me acomodaba a su figura de piedra, pero él estaba
inmóvil, tenso.
—¿Qué
ocurre? —inquirí.
—Nada.
—Puedes
decírmelo.
Se mantuvo
callado durante cerca de un minuto.
—Quizá te
enfades.
—Aun así,
quiero saberlo.
Suspiró.
—Podría
matarle, y lo digo en serio, por haberte dicho eso. Quiero hacerlo.
Reí con
poco entusiasmo.
—Es
estupendo que tengas tanto dominio de ti mismo.
—Podría
fallar —su tono era pensativo.
—Si tu
fuerza de voluntad va a flaquear, se me ocurre otro objetivo mejor —me estiré e
intenté levantarme para besarle. Sus brazos me sujetaron con más fuerza y me
frenaron. Suspiró.
—¿He de
ser siempre yo el único sensato?
Sonreí en
la oscuridad.
—No. Deja
a mi cargo el tema de la responsabilidad durante unos minutos, o mejor, unas
horas.
—Buenas
noches, Bella.
—Espera,
deseo preguntarte una cosa más.
—¿De qué
se trata?
—Hablé con
Rosalie ayer por la noche...
Él volvió
a envararse.
—Sí, ella
pensaba en eso a mi llegada. Te dio mucho en que pensar, ¿a que sí?
Su voz
reflejaba ansiedad. Comprendí que él creía que yo quería hablar acerca de las
razones que Rosalie me había dado para continuar siendo humana. Sin embargo, a
mí me interesaba hablar de algo mucho más apremiante.
—Me habló
un poco del tiempo en que tu familia vivió en Denali.
Se produjo
un breve receso. Aquel comienzo le pilló desprevenido.
—¿Ah, sí?
—Mencionó
algo sobre un grupo de vampiresas... y tú —Edward no me contestó a pesar de que
esperé un buen rato—. No te preocupes —proseguí cuando el silencio se hizo
insoportable—, ella me aseguró que no habías demostrado preferencia por
ninguna, pero, ya sabes, me preguntaba si alguna de ellas lo hizo, o sea, si
manifestó alguna preferencia hacia ti —él siguió callado—. ¿Quién fue?
—pregunté; intentando mantener un tono despreocupado, pero sin lograrlo de
todo—. ¿O hubo más de una?
No se
produjo respuesta alguna. Me habría gustado verle la cara para intentar
averiguar el significado de aquel mutismo.
—Alice me
lo dirá —afirmé—. Voy a preguntárselo ahora mismo.
Me sujetó
con más fuerza y fui incapaz de moverme ni un centímetro.
—Es tarde
—dijo. Había una nota nueva en su voz, quizás un poco de nervios y también algo
de vergüenza—. Además, creo que Alice ha salido...
Es algo
malo —aventuré—, algo realmente malo, ¿verdad? Comencé a aterrarme. Mi corazón
se aceleró cuando me imaginé a la guapísima rival inmortal que nunca antes
había imaginado tener.
—Cálmate,
Bella —me pidió mientras me besaba la punta de nariz—. No seas ridicula.
—¿Lo soy?
Entonces, ¿por qué no me dices nada?
—Porque no
hay nada que decir. Lo estás sacando todo de quicio.
—¿Cuál de
ellas fue? —insistí.
Él
suspiró.
—Tanya
expresó un pequeño interés y yo le hice saber de modo muy cortés y caballeresco
que no le correspondía. Fin de la historía.
—Dime una
cosa... —intenté mantener la voz lo más sosegada posible—, ¿qué aspecto tiene?
—Como el
resto de nosotros: tez clara, ojos dorados... —se apresuró a responder.
—...y, por
supuesto, es extraordinariamente guapa. Noté cómo se encogía de hombros.
—Supongo
que sí, a ojos de los mortales —contestó con apatía—, aunque, ¿sabes qué?
—¿Qué?
—pregunté enfurruñada.
Acercó los
labios a mi oído y exhaló su frío aliento antes de contestar.
—Las
prefiero morenas.
—Eso
significa que ella es rubia.
—Tiene el
cabello de un color rubio rojizo. No es mi tipo para nada.
Le estuve
dando vueltas durante un rato. Intenté concentrarme mientras recorría mi cuello
con los labios una y otra vez. Durante el tercer trayecto, por fin, hablé.
—Supongo
que entonces está bien —decidí.
—Um
—susurró cerca mi piel—. Eres aún más adorable cuando te pones celosa. Es
sorprendentemente agradable.
Torcí el
gesto en la oscuridad.
—Es tarde
—repitió. Su murmullo parecía casi un canturreo. Su voz era suave como la
seda—. Duerme, Bella mía. Que tengas dulces sueños. Tú eres la única que me ha
llegado al corazón. Siempre seré tuyo. Duerme, mi único amor.
Comenzó a
tararear mi nana y supe que era cuestión de tiempo que sucumbiera, por lo que
cerré los ojos y me acurruqué junto a su pecho.
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